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INTRODUCCIÓN
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España (nombre oficial, Reino de
España), monarquía constitucional de Europa suroccidental que
ocupa la mayor parte de la península Ibérica; limita al norte con
el mar Cantábrico, Francia y Andorra; al este con el mar
Mediterráneo; al sur con el mar Mediterráneo y el océano
Atlántico y al oeste con Portugal y el océano Atlántico.
La dependencia británica de Gibraltar está situada en el extremo
meridional de España. Las islas Baleares en el Mediterráneo y las
islas Canarias en el océano Atlántico, frente a las costas del
Sahara Occidental y Marruecos, constituyen las dos comunidades autónomas
insulares de España. También son parte integrante del Estado
español, aunque estén situadas en territorio africano, las
ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, así como tres grupos de
islas cerca de África: el Peñón de Vélez de la
Gomera y las islas de Alhucemas y Chafarinas. La extensión de
España, incluidos los territorios africanos e insulares, es de 505.990
km². Madrid es la capital y la principal ciudad del país.
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TERRITORIO Y RECURSOS
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España ocupa el 85% de
la península Ibérica y está rodeada de agua por casi el
88% de su perímetro; su costa mediterránea mide unos
1.660 km de largo y la atlántica unos 710 km. La amplia y
continua cadena montañosa de los Pirineos, que se extiende a lo largo de
435 km desde el golfo de Vizcaya hasta el mar Mediterráneo, forma
frontera natural con Francia, al norte; en el extremo sur, el estrecho de
Gibraltar que mide 12 km separa la península y el norte de África.
La característica topográfica
más importante de España es la gran planicie central, poco
arbolada, llamada la meseta Central, que tiene una inclinación general
descendente de norte a sur y de este a oeste, con una altitud media de unos 610
m. La Meseta se encuentra dividida en una sección septentrional
(submeseta Norte) y otra meridional (submeseta Sur) por una cadena
montañosa, el sistema Central, del que forman parte las sierras de
Gredos y Guadarrama. Los montes de Toledo accidentan la submeseta Sur.
Otras cadenas montañosas,
como la cordillera Cantábrica, al norte, el sistema Ibérico, al
este, y sierra Morena, al sur, constituyen los rebordes de la Meseta y la
separan de la orla cantábrica y Galicia, el valle del Ebro y la llanura
levantina y del valle del Guadalquivir, respectivamente. Entre muchas de estas
montañas se abren valles estrechos drenados por ríos
rápidos, como Lozoya, Sil, Jerte o Jiloca.
La llanura costera es
estrecha, salvo en la costa levantina y en el golfo de Cádiz, no suele
medir más de 32 km de anchura, y en muchas áreas está
quebrada por montañas que descienden abruptamente hasta el mar formando
promontorios rocosos y calas, como en la Costa Brava. El área costera
septentrional y noroccidental tiene varios puertos destacados en el fondo de
abrigadas rías, en particular a lo largo de la costa gallega. Las
cordilleras Costeras catalanas, en el noreste, y las sierras o sistemas
Béticos, al sur, completan la serie de cordilleras importantes de la
península. En dos de estas cadenas montañosas principales,
Pirineos y sierras Béticas, existen elevaciones que superan los
3.000 m de altitud. Los picos más altos de la península son
el pico de Aneto (3.404 m) en los Pirineos y el Mulhacén (3.477 m) en
sierra Nevada, en el sur de España. El punto más elevado de todo
el territorio español es el pico del Teide (3.718 m), situado en la isla
canaria de Tenerife.
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Ríos
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Los principales ríos de
España fluyen hacia el oeste y suroeste para desembocar en el
océano Atlántico; por lo general, discurren por cursos profundos
y rocosos a través de los valles de las montañas. Estos
ríos son el Duero, el Miño, el Tajo y el Guadiana que nacen en
territorio español y fluyen a través de Portugal —o constituyen
la línea fronteriza con este país— hasta desembocar en el
Atlántico. El Guadalquivir, que atraviesa una fértil llanura en
el sur, es el único río navegable de España, aunque
sólo para barcos de poco calado, en sus últimos 100 km, desde
Sevilla hasta su desembocadura. El Ebro, el más caudaloso de
España, lleva la dirección contraria, noroeste-sureste, y
pertenece a la vertiente mediterránea. La mayoría de los
ríos españoles son poco caudalosos y por tanto no aptos para la
navegación interior, aunque se utilizan ampliamente para regadío
y, en sus cursos alto y medio, tienen un importante aprovechamiento como fuente
de energía.
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Clima
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El clima de España es
predominantemente mediterráneo, especialmente en la costa
mediterránea y Baleares. Se caracteriza por inviernos templados, salvo
en el interior o las montañas, y veranos muy calurosos, con
precipitaciones por lo general insuficientes, aunque las características
físicas variadas del país determinan diferencias
climáticas pronunciadas. A lo largo de las costas del mar Cantábrico
y del océano Atlántico el clima es oceánico, por lo
general húmedo y templado. La meseta Central tiene un clima
mediterráneo continentalizado o de interior, con unos veranos tan
áridos que muchos riachuelos se secan, la tierra se agosta y las sequías
son frecuentes. La mayor parte de España recibe menos de 610 mm de
precipitaciones anuales; las regiones montañosas del norte y centro son
más húmedas. En la zona centro, el invierno es muy frío,
mientras que las temperaturas durante el verano se pueden elevar hasta superar
los 40 °C. Como contraste, la costa sur mediterránea goza de un
clima subtropical; Málaga tiene el invierno más suave de Europa,
con 12,5 ºC de temperatura media mensual en enero. Las islas Canarias
poseen un clima tropical, cálido y seco; Santa Cruz de Tenerife tiene 17 ºC
de temperatura media en enero.
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Recursos naturales
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El país tiene muchos recursos
minerales, en especial cobalto, cobre, mineral de hierro, plomo, carbón,
lignito, manganeso, mercurio, potasio, tungsteno, caolín, yeso, sal,
plata, azufre, estaño y cinc; también cuenta con pequeñas
cantidades de gas natural y petróleo.
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Flora y fauna
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Sólo un tercio de España
es área forestal, el dominio de árboles y arbustos. Los bosques
se encuentran sobre todo en las laderas de las montañas, siendo
más abundantes en el norte y noroeste. Las especies más comunes
son la encina, en las zonas bajas, y el pino, en las montañas. El
alcornoque, del cual se puede extraer corcho cada diez años,
también es abundante y crece principalmente en Extremadura y Girona. A
lo largo de los ríos de todo el país crecen chopos y el cultivo
de olivos es una importante actividad agrícola. Otras especies
destacadas son el olmo, el haya, el roble, la sabina, el eucalipto y el
castaño. Los arbustos y herbáceas forman la vegetación
natural común en gran parte del país. En los suelos sueltos y
arenosos crecen vides. El esparto, que se utiliza para la fabricación de
papel y distintos productos de fibras, crece de manera natural en las zonas
secas del sur y sureste. En la costa mediterránea se cultivan la
caña de azúcar, naranjas, limones, frutales, higos y almendras.
Las castañas son características de regiones húmedas y
suelos silíceos.
La fauna española, una
de las más variadas del continente europeo, comprende especies como el
lobo, oso, lince, gato montés, zorro, jabalí, cabra
montés, ciervo y liebres. Las aves son abundantes, con numerosas
especies de rapaces, como águilas, buitres, alimoches, quebrantahuesos,
halcones, azores, búhos y lechuzas, así como otras especies como
grullas, avutardas, flamencos, garzas y patos. Abundan también los
insectos. En los arroyos y lagos de montaña son frecuentes peces como el
barbo, la tenca y la trucha.
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Suelos
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Aunque, como en otros
aspectos físicos o biogeográficos, es la heterogeneidad lo que
predomina en los suelos españoles, en general no suelen ser los
más aptos para un aprovechamiento agrario adecuado y necesitan un
cuidadoso cultivo y sistemas de regadío. Por otra parte, cuando estos
suelos son suficientemente ricos y profundos, pueden ver limitadas sus
posibilidades por otras variables geográficas. Las fuertes pendientes
hacen que aparezca la roca al desnudo y la extremada aridez deja unos suelos
esqueléticos y sin casi cobertera vegetal en áreas como el
sureste y zonas del valle del Ebro. En general encontramos suelos ricos y aptos
para la agricultura en la llamada Iberia arcillosa, en el valle del
Guadalquivir, centro del valle del Duero, llanura levantina y lecho de
inundación de ríos como Ebro y Tajo, mientras que en las zonas de
la Iberia silícea o caliza raramente encontramos buenos suelos. En
Canarias el contraste es aún mayor, entre los feraces suelos sobre las
cenizas volcánicas (valle de La Orotava) y la desolación del
malpaís (Lanzarote).
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Temas medioambientales
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La tierra básicamente
montañosa y semiárida de España alberga a más de
5.000 especies de vegetales. Los bosques cubren el 28,8% (2000) del
país, aunque estas cifras incluyen formaciones de pinos y eucaliptos
plantados para estabilizar el suelo o para aprovechar su pulpa, utilizada en la
fabricación de papel. La tierra agrícola comprende el 38,2% del
país. Entre las áreas protegidas de España hay parques
nacionales, parques naturales, reservas de caza y otros sitios más
pequeños con estatus especial de conservación, que en conjunto
representan un total de 8,4% (1997) del territorio.
España se enfrenta a numerosas
amenazas medioambientales. La deforestación, la erosión y la
contaminación de los ríos son las principales preocupaciones.
Otros problemas son la intrusión de la agricultura en tierras con
categoría de protegidas, la desertización en zonas
agrícolas mal gestionadas y la salinización del suelo en regiones
irrigadas. La productividad agrícola ha mejorado en los últimos
años, pero en parte como resultado del uso de fertilizantes
nitrogenados, lo que ha incrementado el problema de los nitratos en los
ríos. El turismo, que es una importante fuente de ingresos para
España, también produce deterioro medioambiental. Los desarrollos
mal planificados amenazan a zonas protegidas, y las insuficientes instalaciones
para el tratamiento de aguas generan una contaminación importante,
especialmente en la costa del Mediterráneo durante los meses de verano.
En 1998, un vertido tóxico provocado por la ruptura de una presa que
almacenaba residuos mineros, causó una severa contaminación del
acuífero y de las áreas adyacentes al área protegida
más emblemática del país, el Parque nacional de
Doñana.
España genera su energía
a partir de hidroelectricidad, carbón y energía nuclear. Las
plantas nucleares proporcionan más de un tercio de la energía del
país, aunque el Gobierno se ha comprometido a reducir la dependencia con
respecto a esta energía, desarrollando fuentes de energía
alternativas.
España participa del Convenio
de Ramsar sobre humedales, con 17 sitios designados, y del Convenio sobre el
Patrimonio de la Humanidad, con dos parques nacionales reconocidos como
Patrimonio de la Humanidad. Hay catorce reservas de biosfera establecidas bajo
el programa El Hombre y la Biosfera de la Organización de las Naciones
Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).
España ha ratificado el Protocolo Medioambiental del Antártico y
el Tratado Antártico, así como diversos acuerdos medioambientales
internacionales relativos a contaminación atmosférica,
biodiversidad, cambios climáticos, especies en peligro de
extinción, cambios medioambientales, residuos peligrosos, vertido de
residuos al mar, vida marina, prohibición de realizar ensayos nucleares,
capa de ozono, contaminación naval, madera tropical (1983) y caza de
ballenas. En la región, España ha designado varias zonas
protegidas para las aves silvestres como parte de la Directiva Europea sobre
Aves Silvestres y seis zonas marinas protegidas de acuerdo con el Plan de
Acción en el Mediterráneo.
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POBLACIÓN
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El pueblo español es una
mezcla de los pueblos indígenas de la península Ibérica
con otros que fueron conquistando sucesivamente su territorio,
ocupándolo durante diferentes periodos de tiempo. Estos elementos
etnológicos engloban a los celtas, un pueblo de la Europa
atlántica, a los iberos, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, todos
ellos pueblos mediterráneos, y a los suevos, vándalos y visigodos
(véase Pueblo godo), pueblos germánicos. También
están presentes los elementos semíticos, en especial de origen
árabe y judío. Hay varios grupos lingüísticos en
España que han mantenido una identidad cultural propia. Entre estos se
encuentran los vascos, cuyo número es de unos 2,7 millones, los
gallegos, que son unos 2 millones, y los catalanes, que ascienden a 6 millones.
Los gitanos, esparcidos por toda la geografía española, forman un
importante pequeño grupo étnico con acusada personalidad.
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Características de la
población
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La población de España
en 1991 era de 38.872.268 habitantes (censo de 1991); en 2001 la
población estimada alcanzaba los 40.037.995 habitantes, con una densidad
media de unos 79 hab/km². La población se ha ido haciendo cada vez
más urbana y en la actualidad más del 77% de ella vive en ciudades
y pueblos grandes.
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Divisiones administrativas
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España comprende 50 provincias
integradas en 17 comunidades autónomas: Andalucía, Aragón,
Principado de Asturias, Islas Baleares, País Vasco, Canarias, Cantabria,
Castilla-La Mancha, Castilla y León, Cataluña, Comunidad
Valenciana, Extremadura, Galicia, La Rioja, Comunidad de Madrid, Región
de Murcia y la Comunidad Foral de Navarra, así como dos ciudades
autónomas, Ceuta y Melilla.
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Ciudades principales
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La capital y principal
ciudad de España es Madrid (población en 1998, 2.881.506 habitantes),
que también es la capital de la comunidad autónoma de Madrid. La
segunda ciudad en tamaño, mayor puerto y centro comercial es Barcelona
(1.505.581 habitantes), capital de la provincia de Barcelona y de la comunidad
autónoma de Cataluña. Otras ciudades importantes son Valencia
(739.412 habitantes), capital de la provincia de Valencia y de la Comunidad
Valenciana, un centro industrial y ferroviario; Sevilla (701.927 habitantes),
capital de la provincia de Sevilla y de la comunidad autónoma de Andalucía,
un destacado destino turístico; Zaragoza (603.367 habitantes), capital
de la provincia de Zaragoza y de la comunidad autónoma de Aragón,
otro centro industrial y de comunicaciones; Málaga (528.079 habitantes),
capital de la turística Costa del Sol; y Bilbao (358.467 habitantes),
puerto muy activo y capital de la provincia de Vizcaya.
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Religión
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La población española es mayoritariamente católica. El país se divide en 13 provincias eclesiásticas (sedes metropolitanas) y 2 arzobispados autónomos que comprenden 67 diócesis territoriales y una personal (castrense). Con anterioridad a la restauración democrática, el catolicismo era la religión oficial del Estado, pero la Constitución de 1978 estableció la aconfesionalidad del mismo y la libertad religiosa. Hay pequeñas comunidades de protestantes, judíos y musulmanes.
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Lenguas oficiales
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Según la Constitución
española, el castellano es el idioma oficial para todo el país;
además, son lenguas cooficiales, en sus respectivas comunidades
autónomas, el vasco (o euskera, una lengua preindoeuropea), en el
País Vasco, el gallego en Galicia, el catalán en Cataluña
y en las Islas Baleares (donde presenta ligeras variedades
lingüísticas) y el valenciano en la Comunidad Valenciana.
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EDUCACIÓN
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La edad dorada de la convivencia
de culturas tuvo lugar durante la edad media, cuando musulmanes, cristianos y
judíos establecieron fuertes centros interreligiosos de educación
superior en Córdoba, Granada y Toledo. Desde el siglo XVI en adelante
la Universidad de Salamanca (1218) sirvió como modelo para las
universidades de Latinoamérica y de este modo se extendió la
influencia internacional de la educación española. Durante el
siglo XVI la Universidad Complutense (fundada en Alcalá de Henares
en 1498 y trasladada a Madrid en 1836 conservando el nombre) fue famosa por sus
traducciones paralelas plurilingües de la Biblia como la célebre Biblia
Políglota Complutense, impresa en esta universidad en 1517. Hubo
importantes educadores españoles en ese periodo como Juan de Huarte de
San Juan, un pionero en la aplicación de la psicología a la
educación; el humanista y filósofo Juan Luis Vives, quién
aportó nuevas ideas sobre la educación y en particular
abogó por la educación de las mujeres; y san Ignacio de Loyola,
fundador de la Compañía de Jesús. Otros personajes que
hicieron grandes contribuciones a la educación durante los siglos XIX y
XX son Francisco Giner de los Ríos, quien perseguía reformas en
la educación superior y la escolarización de las mujeres;
Francisco Ferrer Guardia, defensor de una reforma democratizadora de la
educación; y el filosofo José Ortega y Gasset, cuyos escritos
sobre la misión de la universidad han sido traducidos a distintos
idiomas. La Real Academia Española (fundada en 1713) y la Real Academia
de la Historia (1738) son muy conocidas por sus publicaciones eruditas.
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Educación elemental y
secundaria
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La educación en España
es gratuita y obligatoria para los niños entre los 6 y 16 años.
El sistema escolar consiste en escuelas infantiles (para niños de 3 a 5
años), de enseñanza primaria (de 6 a 11) y de enseñanza
secundaria (de 12 a 16, en dos ciclos de dos cursos). Posteriormente los
estudiantes pueden acceder a un curso de formación profesional durante
uno o dos años, o bien los dos años de los cursos de bachillerato
como preparación para la entrada en la universidad. El sistema
universitario tiene, generalmente, tres ciclos: el primero, que lleva al grado
de diplomatura, dura tres cursos; el segundo ciclo dura dos o tres cursos y, al
finalizar, se alcanza el grado de licenciatura; y los estudiantes que quieran
obtener el grado de doctor deben completar un tercer ciclo de dos cursos y
redactar y defender públicamente una tesis. Hay también numerosas
opciones universitarias adaptadas a la normativa de la Unión Europea
(UE, anteriormente Comunidad Europea), que constan de cuatro cursos.
En 1998-1999 el número
de alumnos matriculados en Educación Infantil y Preescolar fue de
1.096.677; en Educación Primaria y Educación General
Básica (EGB), 2.567.012; en Educación Secundaria Obligatoria
(ESO), Bachillerato Unificado Polivalente (BUP), Curso de Orientación
Universitaria (COU), en los cursos de Bachillerato LOGSE, y de Bachillerato
Experimental, y en los centros de Formación Profesional (FP), 3.852.102
estudiantes. Los cursos de Educación de Adultos, para el año
1994/95, contaron con 332.453 alumnos.
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Educación superior
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Las instituciones españolas
de educación superior (54 universidades) tenían matriculados
1.684.445 estudiantes en el curso 1996-1997. Las mayores universidades
públicas de España son la Universidad Complutense de Madrid, la
Universidad Politécnica de Madrid (1971), la Universidad de Barcelona
(1450), la Universidad de Granada (1526), la Universidad de Salamanca, la
Universidad de Sevilla (1502) y la Universidad de Valencia (1500).
También se pueden cursar estudios superiores a través de la
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), que contó
con 129.998 alumnos en el curso 1995/96.
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CULTURA
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Cualquier consideración
acerca de la cultura española debe recalcar la trascendencia e
importancia de la religión en la historia del país. Un reflejo de
la influencia del catolicismo lo proporcionan los abundantes elementos
místicos en el arte y la literatura de España, la larga lista de
sus santos y el gran número de congregaciones y órdenes
religiosas. No obstante, la Iglesia católica ha perdido influencia desde
el restablecimiento de la democracia.
Las fiestas son una característica
destacada del folclore en la vida española. Por lo general, comienzan
con actos religiosos, como la misa mayor seguida por una procesión
solemne en la cual los participantes transportan sobre sus hombros las
imágenes veneradas. Posteriormente se suceden las celebraciones
profanas, donde la música, el baile, las corridas de toros, la
poesía y los cantos a menudo animan todos los festejos. Las Fallas de
Valencia, la Feria de Abril en Sevilla y la fiesta de San Fermín en
Pamplona son algunas de las festividades más conocidas de
carácter profano. Como contraste, la celebración del Corpus
Christi en Toledo y Granada y la de la Semana Santa en Andalucía y en
diversas ciudades castellanas como Valladolid, Zamora y Cuenca son fiestas de
carácter religioso con representaciones de la pasión, muerte y
resurrección de Jesucristo. Las corridas de toros son una parte
importante de la tradición festiva española, en las que los
aficionados no sólo aplauden la valentía de los toreros sino
también su destreza y arte.
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Arte y arquitectura
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Para conocer con mayor
detalle la riqueza artística de España, consúltese los
siguientes artículos: arte ibero, arte y arquitectura hispanomusulmanas,
prerrománico (arte y arquitectura), románico (arte y
arquitectura), arte y arquitectura mudéjares, arte visigodo,
gótico (arte y arquitectura), renacimiento (arte y arquitectura), estilo
herreriano, estilo churrigueresco, estilo hispano-flamenco, estilo Reyes
Católicos, barroco (arte y arquitectura), neoclasicismo, rococó,
romanticismo, Art Nouveau, arte contemporáneo, arquitectura
contemporánea española e informalismo.
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Literatura
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Véase Literatura española.
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Bibliotecas y museos
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La Biblioteca Nacional
en Madrid, que fue fundada en 1712 como Biblioteca Real, es la mayor de
España; contiene más de 4 millones de volúmenes. Las
colecciones más especiales de la biblioteca son libros antiguos y raros
(en ocasiones ejemplares únicos), mapas, grabados y la magnífica
sala de Cervantes, que está dedicada a los escritos del gran novelista
español Miguel de Cervantes Saavedra. La biblioteca del Palacio Real (1760)
de Madrid conserva muchas ediciones excepcionales del siglo XVI,
así como excelentes colecciones de manuscritos, grabados y
música. Una de las bibliotecas más completas de España es
la biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid, que contiene más
de 800.000 volúmenes y más de 270.000 folletos. La biblioteca del
Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, cerca de Madrid, es conocida por
su colección de libros antiguos y raros; entre ellos destaca la mejor
colección del mundo de libros antiguos en árabe. Los Archivos y
Biblioteca del Cabildo de la catedral de Toledo son famosos por su
colección de unos 3.000 manuscritos de los siglos VIII y IX y
más de 10.000 documentos del siglo XI.
Una de las mayores colecciones
de arte del mundo se encuentra en el Museo Nacional de Pintura y Escultura,
conocido como el Museo del Prado, de Madrid. La colección es
especialmente rica en obras de los pintores españoles como El Greco,
Diego de Silva Velázquez, Bartolomé Esteban Murillo y Goya, de
los pintores italianos como Sandro Botticelli y Tiziano, y del holandés
Rembrandt. El Centro de Arte Reina Sofía de Madrid está
especializado en pintura del siglo XX. También en la capital se
encuentra el Palacio de Villahermosa, que alberga la colección
Thyssen-Bornemisza.
El Museo Arqueológico
Nacional en Madrid cuenta con piezas de cerámica, brocados, tapices y
tallas de marfil españolas y también alberga la biblioteca sobre
arqueología más importante del país. El Museo Nacional de
Antropología, ubicado también en Madrid, contiene objetos de las
antiguas posesiones españolas en Guinea Ecuatorial, las islas Filipinas
y varios países sudamericanos como Bolivia. Otro museo importante en
Madrid es el Museo Nacional de Ciencias Naturales. En Barcelona destacan el
Museo Marítimo, el Museo del Pueblo Español y el Museu
Arqueològic, que cuenta con una gran colección de arte
prehistórico, fenicio, griego, romano y visigótico.
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Música
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La música española tiene
una vitalidad y un ritmo que refleja las numerosas influencias culturales de
cristianos y musulmanes. La zarzuela es un género musical similar a la
ópera que se inició en el siglo XVII. Durante el
siglo XVIII un destacado compositor para instrumentos de teclado fue
Antonio Soler; Enrique Granados y Manuel de Falla continuaron la
tradición en el siglo XX. Famosos intérpretes
españoles del siglo XX han sido el guitarrista Andrés
Segovia y el violonchelista Pau Casals. Los instrumentos populares
españoles más característicos son la guitarra, la
pandereta, las castañuelas y la gaita. Entre los bailes españoles
(cada uno con su peculiar música) destacan la muñeira, la
sardana, el chotis, las sevillanas, las diversas jotas y varios estilos
relacionados con el flamenco.
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ECONOMÍA
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Tradicionalmente España
ha sido un país agrícola y aún es uno de los mayores
productores de Europa occidental, pero desde mediados de la década de
1950 el crecimiento industrial fue rápido y pronto alcanzó un
mayor peso que la agricultura en la economía del país. Una serie
de planes de desarrollo, que se iniciaron en 1964, ayudaron a expandir la
economía, pero a finales de la década de 1970 comenzó un
periodo de recesión económica a causa de la subida de los precios
del petróleo y un aumento de las importaciones. Con posterioridad, el
gobierno incrementó el desarrollo de las industrias del acero,
astilleros, textiles y mineras. En la actualidad, la terciarización de
la economía y de la sociedad española queda clara tanto en el
producto interior bruto (contribución en 1999: un 69%) como en la tasa
de empleo por sectores (62%). Los ingresos obtenidos por el turismo permiten
equilibrar la balanza de pagos. El presupuesto nacional, en 1997, se
establecía en unos ingresos de 21.254.625 millones de pesetas
(aproximadamente 160.770 millones de dólares) y los gastos de unos
25.720.750 millones de pesetas (unos 183.824 millones de dólares). El 1
de enero de 1986 España ingresó como miembro de pleno derecho en
la Unión Europea.
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Agricultura
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La agricultura fue tradicionalmente
el soporte principal de la economía española, que emplea
actualmente alrededor del 8% de la población activa. Los principales
cultivos son trigo, cebada, remolacha azucarera (betabel), maíz, patatas
(papas), centeno, avena, arroz, tomates y cebollas. El país tiene
también extensos viñedos y huertos de cítricos y olivos.
En 2000 la producción anual (expresada en t) de cereales fue de 23,9
millones; de los cuales 7,1 fueron de trigo, 10,8 de cebada, 4 de maíz y
235.400 t de centeno. La producción anual de otros importantes productos
era: 8,8 millones de remolacha azucarera, 3,1 millones de patatas, 5,7 millones
de uvas, 3,1 millones de tomates, 2,6 millones de naranjas, y 1 millón
de cebollas.
Las condiciones climáticas
y topográficas hacen que la agricultura de secano sea obligatoria en una
gran parte de España. Las provincias mediterráneas, en particular
Valencia, tienen sistemas de regadío desde hace tiempo y el
cinturón costero que anteriormente era árido se ha convertido en
una de las áreas más productivas de España. En el valle
del Ebro se pueden encontrar proyectos combinados de regadío e
hidroeléctricos. Grandes zonas de Extremadura están irrigadas con
aguas procedentes del río Guadiana por medio de sistemas de riego que
han sido instalados gracias a proyectos gubernamentales (Plan Badajoz y
regadíos de Coria, entre otros). También son comunes las
explotaciones de regadío de pequeño tamaño.
La ganadería, en especial
la ovina y la caprina, tiene una importante trascendencia económica.
Entre los animales más famosos están los toros de lidia, que se
crían en Andalucía, Salamanca y Extremadura para las corridas de
toros, consideradas como la fiesta nacional española. En 2000 la
cabaña ganadera contaba con 23,7 millones de cabezas de ganado ovino,
21,9 millones de ganado porcino, 6,1 millones de ganado vacuno, 260.000 cabezas
de ganado caballar y 128 millones de aves de corral.
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Silvicultura y pesca
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El corcho es el principal
recurso forestal de España y en 1994 la producción fue de 62.797
toneladas. La producción de pulpa de papel y madera de los bosques
españoles es insuficiente para cubrir las necesidades del
país.La industria pesquera es importante para la
economía española. La captura anual fue de unos 1,3 millones de t
en 1997 y estaba formada principalmente por atún, calamares, pulpo,
merluza, sardinas, anchoas, caballa, pescadilla y mejillones.
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Minería
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La riqueza mineral de
España es considerable. En 1999 la producción anual (en t)
englobaba unos 24,3 millones de carbón y lignito, 265.000 de mineral de
hierro, 110.000 de concentrados de cinc, 18.000 de plomo, 6,5 millones de yeso,
y 7.305.000 barriles de petróleo crudo al año. Las principales
minas de carbón están en el noroeste, en la provincia de Asturias
y en el norte de la provincia de León; los principales depósitos
de mineral de hierro se encuentran alrededor de Santander y Bilbao; hay
importantes reservas de mercurio en Almadén, en la provincia de Ciudad
Real; y en Andalucía se extraen cobre y plomo. También se
obtienen otros minerales como potasio, manganeso, fluorita, estaño, tungsteno,
bismuto, antimonio, cobalto y sal gema.
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Industria
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En España se producen,
entre otros, textiles, hierro y acero, vehículos de motor, productos
químicos, confección, calzado, barcos, refino de petróleo
y cemento. España es uno de los primeros productores mundiales de vino;
la producción en 1994 fue de unos 2 millones de toneladas. La industria
siderúrgica, que está centrada en Bilbao, Santander, Oviedo y
Avilés, produjo en 1992 alrededor de 12,7 millones de t de acero bruto y
4,9 millones de t de hierro.
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Energía
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Alrededor del 48% de la
electricidad de España se genera en centrales térmicas
convencionales que utilizan principalmente carbón o petróleo
refinado. Las instalaciones hidroeléctricas producen el 19% y las
nucleares el 31%. En 1991 España tenía instalaciones con una
capacidad de generar energía eléctrica de unos 45,2 millones de
kW (potencia instalada) y la producción anual fue de 197.694 millones de
KWh en 1999.
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Moneda y banca
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La unidad monetaria es la peseta (156 pesetas equivalían a un dólar estadounidense en 1999) emitida por el Banco de España (1829). El país cuenta con un gran número de bancos comerciales. Las principales bolsas se encuentran en Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia. En otras ciudades operan bolsines.
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Comercio exterior
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En 1999 España importó
productos por valor de 144.436 millones de dólares y las exportaciones
ascendieron a 109.964 millones de dólares. Entre las principales
importaciones se encontraban combustibles minerales y lubricantes, maquinaria y
equipos de transporte, crudo, productos manufacturados, alimentos, animales
vivos y productos químicos. Los principales productos exportados son:
maquinaria y equipos de transporte, alimentos y animales vivos,
vehículos de motor, hierro y acero, textiles y artículos de
confección. Los principales intercambios comerciales de España
tienen lugar con Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, Estados Unidos y
Portugal. Los ingresos por turismo, que según estimaciones para 1999
fueron de cinco billones de pesetas, ayudan a compensar el crónico
déficit comercial de la economía española; el
número de visitantes en ese mismo año ascendió a unos 51,5
millones.
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Transporte
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España tenía 663.795 km
de carreteras y unos 472 vehículos por cada 1.000 habitantes en 1997. En
ese mismo año la red ferroviaria cubría unos 12.294 km de
líneas que básicamente son propiedad del Estado y ocasionalmente
de compañías privadas. En 1992 comenzó a funcionar una
línea de ferrocarril de alta velocidad entre Madrid y Sevilla (AVE); hay
programada una ampliación de la línea hasta Barcelona. La
principal compañía aérea española es Iberia, que
realiza vuelos nacionales e internacionales, aunque desde que se inició
la liberalización del sector operan, además, otras
compañías, tanto españolas como extranjeras. En 2000 la
flota mercante estaba formada por 1.503 buques; con una capacidad de 1.552.626
toneladas brutas registradas.
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Comunicaciones
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En 1999 había unos 418
teléfonos en servicio por cada 1.000 habitantes. España cuenta
con 87 periódicos diarios, con una circulación conjunta de unos 4
millones de ejemplares. Algunos periódicos influyentes de tirada
nacional son El País, ABC, El Mundo y Diario 16,
publicados en Madrid; La Vanguardia y El Periódico de
Catalunya son diarios catalanes de difusión nacional (véase
Periódicos; Publicaciones periódicas).
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Trabajo
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En 1999 la población activa
española estaba formada por unos 17 millones de personas. Alrededor de
un 30% tenía empleo en la industria; un 8% en la agricultura,
silvicultura y pesca; y un 62% en los servicios. La tasa de desempleo
registrada en 1998 era del 19%. En 1993, alrededor del 11% de los trabajadores
españoles estaban sindicados.
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GOBIERNO
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A finales de la década
de 1970 el gobierno de España sufrió una transformación,
desde el régimen autoritario (1939-1975) de Francisco Franco a una
monarquía parlamentaria bajo la Constitución de 1978.
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Poder ejecutivo
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La cabeza del Estado español
es un monarca hereditario, quien también es comandante en jefe de las
Fuerzas Armadas. El poder ejecutivo está en manos del presidente del
gobierno, quien es propuesto por el monarca y es elegido para el cargo por el
Congreso de Diputados. Él es el encargado de nombrar los miembros del
Consejo de Ministros. Así mismo, hay un cuerpo consultivo que es el
Consejo de Estado.
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Poder legislativo
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En 1977 las Cortes unicamerales
de España fueron reemplazadas por un Parlamento bicameral formado por un
Congreso de los Diputados, con 350 miembros, y un Senado, integrado por 259
miembros, de los cuales 208 son elegidos en circunscripciones provinciales y el
resto son designados por las comunidades autónomas. Los diputados son
nombrados para periodos de cuatro años, por sufragio universal de todas
los ciudadanos a partir de 18 años, bajo un sistema de representación
proporcional. Los senadores elegidos directamente se votan para periodos de
cuatro años sobre una base regional. Cada provincia de la
península elige 4 senadores y otros 20 son elegidos por las
circunscripciones de Baleares, Canarias, Ceuta y Melilla.
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Partidos políticos
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Las dos formaciones políticas
mayoritarias españolas son el Partido Popular (PP), un partido
conservador que, tras absorber a los democristianos y a los liberales,
pasó a ocupar el espacio electoral del centro-derecha, y el
histórico Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Otros
partidos con representación parlamentaria significativa son Izquierda
Unida (IU), una federación de grupos de izquierda encabezada por el
Partido Comunista de España (PCE); y los partidos nacionalistas
catalán, Convergència i Unió (CiU), y vasco, Partido
Nacionalista Vasco (PNV), entre otros de carácter autonómico.
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Gobierno local
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La Constitución de 1978
permitió dos tipos de comunidades autónomas, cada una con poderes
diferentes. Cataluña, País Vasco y Galicia estaban definidas como
‘nacionalidades históricas’ y utilizaron una vía más
simple para alcanzar la autonomía. El proceso para otras regiones fue
más lento y complicado. Las comunidades autónomas han asumido
considerables poderes de autogobierno y aún continúan las
negociaciones con el gobierno central para conseguir mayores competencias.
Cada una de las 17 comunidades
autónomas elige una asamblea legislativa unicameral, que selecciona a un
presidente entre sus propios miembros. Siete de las comunidades
autónomas están compuestas por una sola provincia, las otras 10
están formadas por dos o más. Cada una de las provincias, 50 en
total, tiene un gobernador civil nombrado por el ministro del Interior. Cada
una de sus más de 8.000 municipalidades está gobernada por un
concejo elegido popularmente, que a su vez elige a uno de sus miembros como
alcalde.
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Poder judicial
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El sistema judicial en
España está regido por el Consejo General del Poder Judicial,
cuyo presidente es el del Tribunal Supremo. El más alto tribunal del
país es el Tribunal Supremo de Justicia, dividido en 7 secciones, cuya
sede se encuentra en Madrid. Hay 17 tribunales superiores territoriales, uno en
cada comunidad autónoma, 52 tribunales supremos provinciales y varios
tribunales menores que se ocupan de los casos penales, laborales y de menores.
El otro tribunal importante del país es el Tribunal Constitucional que
controla el cumplimiento de la Constitución.
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Defensa
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España mantiene unas Fuerzas
Armadas bien equipadas. El servicio militar de nueve meses es obligatorio para
los varones, aunque existe una prestación social sustitutoria de doce
meses de duración para los objetores de conciencia. Está en
marcha un proyecto gubernativo para acabar con el servicio militar obligatorio
y crear un Ejército profesional. En 1999 el país tenía un
Ejército de Tierra compuesto por unos 100.000 soldados, una Armada de
36.950 y una Fuerza Aérea de 29.100. La Guardia Civil, cuerpo integrado
en las Fuerzas Armadas y de Seguridad, contaba con un contingente de 70.000
hombres para ese mismo año. El país pasó a ser miembro de
la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 1982 y
reafirmó esa alianza en un referéndum en 1986. Una de las
disposiciones del referéndum fue la reducción de las bases
aéreas y militares estadounidenses ubicadas en España.
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Salud y bienestar social
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Desde 1949 se mantiene
un sistema de pensiones de jubilación y prestaciones por enfermedad y
maternidad sufragados por un fondo derivado de recaudaciones a patronos y
empleados que prevé, además, el apoyo a los grupos más
necesitados, garantiza el subsidio de desempleo y cubre las necesidades
sanitarias de toda la población. En 1999 España contaba con un
médico por cada 267 habitantes y se disponía de una cama de
hospital para cada 256 personas.
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HISTORIA
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La trayectoria histórica
de los territorios españoles que hoy conforman el Estado español
ha sido un recorrido íntimamente relacionado con los avatares de las
áreas circundantes, aunque con una marcada personalidad propia. En cada
etapa de la historia peninsular los vínculos con el exterior y entre
esos territorios hispanos han fluctuado en gran medida.
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Prehistoria
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Los más viejos testimonios
de la presencia del hombre en la península Ibérica son los restos
antropológicos del yacimiento Gran Dolina de Atapuerca, en la provincia
de Burgos, cuya antigüedad se remonta a casi un millón de
años. Con ellos se inaugura la primera edad de la prehistoria, el
paleolítico, en cuyas postrimerías se sitúa, por cierto, otra
de las más brillantes manifestaciones hispánicas del cuaternario:
el arte rupestre de los cazadores, tan bien ejemplificado en la cueva
cántabra de Altamira. En torno al 5000 a.C. y en el marco de la
cultura de la cerámica cardial del Mediterráneo occidental,
arraigó el neolítico, teniendo lugar la aparición de la
agricultura y la ganadería, así como otros avances
técnicos, caso de la piedra pulimentada, el tejido o la
alfarería. Dos milenios después, casi todo el solar
ibérico fue escenario de una espectacular eclosión de
dólmenes o sepulturas megalíticas, y hacia el 2500, en el seno de
la civilización almeriense de Los Millares, ya incipientemente
metalúrgica, se va a atestiguar el surgimiento de los primeros poblados
estables, inclusive fortificados. Este sustrato indígena peninsular, que
alcanza su madurez en el bronce pleno —cuando, por ejemplo, en el sureste se
desenvuelve la cultura de El Argar—, adquirió en torno al año
1000 a.C. un carácter más cosmopolita como consecuencia,
entre otros factores, de la pujanza del comercio atlántico, de la
inyección demográfica de grupos invasores de origen centroeuropeo
(como los pueblos de los Campos de Urnas, que llegaron atravesando los
Pirineos) y, sobre todo, de la colonización del sur y del este
peninsular por parte de comerciantes de origen semita, los fenicios, que
aportaron a Occidente el conocimiento del hierro y de la escritura, así
como la civilización urbana. Las poblaciones indígenas andaluzas
y levantinas, ganadas por esta última influencia y en menor medida por
el impacto colonial griego, se vieron inmersas desde el siglo VII a.C. en
un proceso de orientalización que acabó forjando la cultura
ibérica con la que contactaron cartagineses y romanos en las Guerras
Púnicas. En el interior y en el norte de la península, por el
contrario, se desenvolvieron pueblos prerromanos muy diferentes,
celtíberos y celtas según las fuentes, en los que el influjo de
la cultura de La Tène y la tradición continental de los Campos de
Urnas jugaron un papel de mayor relevancia.
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Época antigua
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La presencia romana en
tierras hispanas data del siglo III a.C., con motivo de su lucha contra
los cartagineses. Inicialmente conquistaron Cartago Nova (actual Cartagena) en
el 209 a.C. y Gadir (actual Cádiz) en el 206 a.C., extendiendo
después su dominio por el este y sur peninsulares. En el transcurso del
siglo II a.C. los romanos avanzaron hacia el centro y oeste del territorio
hispánico, encontrando en algunos casos una tenaz resistencia, como
sucedió con los lusitanos, a los que dirigía Viriato, y con los
celtíberos, que defendieron heroicamente Numancia. La etapa final de la
conquista de la península Ibérica por los romanos estuvo dirigida
por Augusto y se desarrolló contra los cántabros y los astures,
en los últimos años del siglo I a.C.
Los romanos bautizaron
el territorio peninsular con el nombre de Hispania. Dividido en un principio en
dos provincias, Citerior y Ulterior, en el siglo III d.C.
comprendía las provincias de Bética, Lusitania, Galaecia, Tarraconense
y Cartaginense. En el siglo IV d.C. se creó la provincia
Baleárica. Roma, que estaba interesada por las riquezas de Hispania
(ante todo las mineras), creó en la península Ibérica
numerosas colonias y difundió su lengua y su cultura. Ese proceso de
romanización se plasmó básicamente en la expansión
de la lengua latina y del Derecho romano. Paralelamente Roma creó una
importante red de comunicaciones y construyó abundantes obras
públicas. En el ámbito de la vida espiritual, Roma estaba
interesada en primer lugar en promover el culto imperial, pero también
llegó a Hispania en ese tiempo el cristianismo, que ya estaba
sólidamente arraigado en el resto del Imperio romano desde el siglo
II d.C.
La crisis del siglo III
afectó a las provincias de Hispania. Al tiempo que decaían las
ciudades se ampliaba la distancia que había, desde el punto de vista
social, entre los grupos más poderosos (potentiores) y los
más débiles (humiliores). En esas condiciones, a comienzos
del siglo V (409) tuvo lugar la invasión de la península
Ibérica por los denominados pueblos ‘bárbaros’, todos ellos de
origen germánico: suevos, vándalos y alanos. De estos pueblos
sólo los suevos se asentaron en Hispania, concretamente en la provincia
de Galaecia. Poco después llegaron a la península Ibérica
los visigodos, aunque su establecimiento definitivo en Hispania no se produjo
hasta el siglo VI, después del fin del Imperio romano de Occidente
(476).
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Época medieval
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El rey Leovigildo acabó
con el reino suevo y afirmó la hegemonía visigoda en la
península Ibérica. Su sucesor, Recaredo, abjuró del
arrianismo, la religión de los visigodos, aceptando el catolicismo en el
III Concilio de Toledo del año 589. En el siglo siguiente otro
monarca, Recesvinto, promulgó el Liber Iudiciorum (654), por el
que se ponía fin a las diferencias jurídicas entre visigodos e
hispanorromanos. No obstante, la monarquía visigoda era débil,
tanto por el carácter electivo de sus monarcas como por la gran
influencia que ejercían la Iglesia y los magnates nobiliarios.
La población visigoda
era muy reducida, sobre todo en comparación con la hispanorromana, y su
economía era esencialmente agropecuaria. Paralelamente se desarrollaban
las relaciones de tipo personal, que anunciaban la futura sociedad feudal. La
principal institución política era el Aula Regia, órgano
consultivo de los reyes. También tuvieron gran importancia los concilios
eclesiásticos, en los que se trataban asimismo cuestiones
políticas. En la cultura, claramente orientada al servicio de la Iglesia,
la figura más relevante fue Isidoro de Sevilla, autor de las
célebres Etimologías.
Desde finales del siglo VII
se recrudeció en la Hispania visigoda la lucha por el poder. En ese
clima se produjo, en el año 711, la invasión de la
península Ibérica por los musulmanes, que procedían del
norte de África. La derrota y muerte del rey Rodrigo en la batalla de
Guadalete supuso el fin del poder visigodo en Hispania.
En muy pocos años los
musulmanes conquistaron todo el territorio peninsular, excepto las zonas
montañosas del Cantábrico y del Pirineo. Los invasores (en su
mayor parte beréberes aunque dirigidos por árabes) eran escasos,
no obstante gran parte de la población anterior de Hispania
aceptó la religión musulmana, convirtiéndose en muladíes,
término con el que se designaba a quienes abrazaban el islam
después de haber rechazado su religión original. Se
estableció un emirato en Córdoba, dependiente de Damasco, donde
se hallaban los califas. En el año 756 ocupó el emirato un
miembro de la familia Omeya, Abd al-Rahman I, que pudo escapar a la
matanza de la que fue objeto su familia y se proclamó emir independiente
de los nuevos califas Abasíes, establecidos en Bagdad. Esa
situación perduró hasta que en el año 929 el emir Abd
al-Rahman III decidió proclamarse califa, lo que suponía la
ruptura de los vínculos religiosos con Bagdad. A Abd al-Rahman III,
que fue un gran político y militar, le sucedió como califa
Alhakem II, famoso por su papel protector de las letras y las artes. Pero
a finales del siglo X el hachib Almanzor se hizo con el poder en
Córdoba, estableciendo una dictadura militar y lanzando
terroríficas campañas contra los cristianos. El califato, no
obstante, se desintegró en los primeros años del siglo XI,
siendo finalmente sustituido por un mosaico de reinos de taifas.
Al-Andalus, nombre dado
por los musulmanes a Hispania, tuvo una economía próspera, con
una agricultura avanzada, en la que tenía un gran peso el
regadío, y una importante actividad artesanal y mercantil. La circulación
de monedas de oro (dinar) y de plata (dirham) y la vitalidad de
los zocos de las ciudades son buenas muestras de ello. Pero también
destacó al-Andalus por el desarrollo de la cultura, tanto en las
disciplinas humanísticas como en las científicas. Recordemos,
como ejemplo, la introducción, a fines del siglo IX, del sistema de
numeración indio que se impuso al romano. En el campo de las artes sus
obras más significativas son, entre otras, la mezquita de Córdoba
y el palacio-ciudad de Medinat al-Zahara, cerca de Córdoba.
En las montañas septentrionales,
en donde vivían pueblos escasamente romanizados a los que se sumaron
algunos godos que encontraron allí refugio, se formaron diversos
núcleos de resistencia a los musulmanes. El más antiguo fue el de
Asturias, surgido tras la victoria lograda en el año 722 por el godo
Pelayo en Covadonga. El reino astur se proclamó heredero del visigodo,
extendiendo su influencia hacia el este y hacia el oeste. El descubrimiento en
tierras de Galicia, a principios del siglo IX, de los presuntos restos del
apóstol Santiago dio un gran aliento a los cristianos. En el transcurso
de los siglos IX y X se desarrolló la repoblación del valle
del Duero, territorio que se encontraba semivacío, hasta la línea
del río, adonde llegaron los astures hacia el año 900.
Allí se creó una sociedad de nuevo cuño, en la que
abundaban los campesinos libres. Al mismo tiempo el reino astur se había
convertido en reino de León. No obstante dentro de la submeseta Norte se
diferenciaban la zona occidental o leonesa, más próxima a la
corte, y la oriental o castellana, aglutinada en un único condado (donde
destacó la figura del conde Fernán González, que
consiguió la independencia del condado), territorio de frontera en donde
imperaba la costumbre y en donde se fue gestando la lengua romance castellana.
En la zona oriental de
la península surgieron tres núcleos de resistencia. En los
Pirineos occidentales nació el reino de Pamplona, que se expandió
hacia el valle del Ebro en los inicios del siglo X. En los Pirineos
centrales se constituyó el condado de Aragón. El más
oriental de dichos núcleos era la Marca Hispánica, fruto de la
colaboración entre los naturales de aquel territorio y los reyes
francos. La Marca estaba integrada por diversos condados, de los cuales el más
importante era el de Barcelona, en donde destacó, a finales del
siglo IX, Vifredo el Velloso. Un siglo después se rompieron
prácticamente los vínculos de los condes de la Marca con los
reyes francos, acontecimiento que ha sido considerado como el acta de nacimiento
de Cataluña.
A mediados del siglo XI
cambió la correlación de fuerzas entre los cristianos y los
musulmanes de Hispania. La fragmentación de al-Andalus facilitó
la puesta en marcha de una ofensiva en toda regla por parte de los cristianos
del norte. Desde esas fechas puede hablarse del inicio del periodo de la
Reconquista, pues se luchaba para recuperar unas tierras sobre las que los
cristianos creían tener derecho. En la zona occidental, los avances
más espectaculares los llevó a cabo Alfonso VI, rey de Castilla
(titulación surgida en el siglo XI) y León, quien
ocupó Toledo (1085) y otras localidades del valle del Tajo, al tiempo
que impulsó la repoblación de las Extremaduras, es decir el
territorio situado entre el Duero y el sistema Central. En la zona oriental,
los reyes de Aragón (también el antiguo condado se hizo reino en
el siglo XI) conquistaron, a fines del siglo XI, Huesca y Barbastro,
y los condes de Barcelona extendieron sus territorios hasta Tarragona.
Antes de concluir el siglo XI
llegaron a la península, procedentes del norte de África, los
almorávides, que unificaron nuevamente al-Andalus; pese a esto,
Alfonso I de Aragón realizó importantes conquistas en el
valle medio del Ebro, ante todo Zaragoza (1118). Unos años más tarde,
ya con los almorávides en retirada, el conde de Barcelona Ramón
Berenguer IV (protagonista de la fusión con el reino de
Aragón) completó la ocupación del valle del Ebro, con la
toma de Tortosa (1148) y Lérida (1149). Alfonso VIII de Castilla, por
su parte, avanzó por la submeseta Sur, conquistando Cuenca (1177). No
obstante, la llegada de los almohades, también desde el norte de
África, en la segunda mitad del siglo XII, contuvo otra vez a los
cristianos. Pero la resonante victoria alcanzada por una coalición de
reyes cristianos formada por Pedro I de Aragón y Cataluña,
Sancho VII de Navarra y Alfonso VIII de Castilla en las Navas de
Tolosa (1212) no sólo acabó con los almohades sino que
abrió paso a la irrupción de los cristianos en lo que quedaba de
al-Andalus.
Las grandes conquistas
cristianas tuvieron lugar en el siglo XIII. Jaime I de Aragón
llevó a cabo la conquista de Mallorca (1229) e islas adyacentes y,
posteriormente, del reino de Valencia, cuyo hito principal fue la toma de la
ciudad de Valencia (1238). Fernando III, rey de Castilla y León,
incorporó a sus dominios el valle del Guadalquivir, siendo sus
éxitos más resonantes la ocupación de Córdoba
(1236) y de Sevilla (1248). Su sucesor, Alfonso X, que había incorporado
el reino de Murcia cuando sólo era infante, completó el dominio
del valle del Guadalquivir con la conquista de Cádiz (1262). Las tierras
recién ganadas a los musulmanes fueron objeto de un proceso repoblador:
por una parte se premió a los nobles que participaron en la conquista,
por otra se repartieron tierras entre los colonos que acudían desde el
norte.
A mediados del siglo XIII
había en la España cristiana dos grandes núcleos
políticos: en la zona occidental los reinos de Castilla y León,
unificados desde el año 1230, y en la oriental el bloque integrado por
el reino de Aragón y el condado de Barcelona. Portugal se había
convertido en reino independiente en el siglo XII. Navarra, sin
participación en la Reconquista, se inclinaba hacia el territorio
francés. En al-Andalus sólo subsistía el reino
Nazarí de Granada.
La economía de los núcleos
cristianos era esencialmente rural, con un papel muy destacado de la
ganadería lanar trashumante, que contaba en Castilla, desde 1273, con
una poderosa institución, el Honrado Concejo de la Mesta. Pero se observa
al mismo tiempo un progreso de las ciudades y del comercio. De ahí que
la sociedad, tradicionalmente integrada por clérigos, caballeros y
campesinos, se diversificara con la aparición, desde el siglo XI,
de la burguesía urbana. También había en los
núcleos cristianos comunidades de mudéjares (gentes de
religión musulmana) y de judíos. En el terreno político
quizá la principal novedad fue la aparición de las Cortes en los
diversos reinos hispánicos (1188 en León, 1218 en Cataluña,
1264 en Aragón, 1283 en Valencia). En las mismas, junto a la nobleza y
el clero, participaban los representantes de las ciudades. Asimismo se
difundió en el siglo XIII en la península el derecho romano,
como se comprueba en las Siete Partidas, la magna obra jurídica
del rey castellano-leonés Alfonso X.
La Iglesia conectaba cada
día más con la cristiandad occidental. A fines del siglo XI
llegó a la península Ibérica la reforma gregoriana y en el
siglo XII nacieron las órdenes militares hispánicas
(Alcántara, Calatrava y Santiago en la Corona de Castilla; Montesa, algo
más tardía, en la Corona de Aragón). Por lo demás,
existía una importante vía de comunicación con Europa, el
Camino de Santiago, por el que circulaban personas, productos e ideas.
También asistimos en el periodo comprendido entre los siglos XI y
XIII a la consolidación de las lenguas romances, como el castellano, el
catalán o el gallego. Desde el punto de vista cultural hay que destacar
la Escuela de Traductores de Toledo, importante núcleo cultural en el
que convivían intelectuales cristianos, musulmanes y judíos, y
que alcanzó su mayor esplendor en tiempos de Alfonso X el Sabio.
Figura destacada de la cultura fue asimismo el mallorquín del
siglo XIII Raimundo Lulio (Ramón Llull).
Las dificultades del siglo XIV,
plasmadas en los malos años de cultivos, las pestes y las guerras
internas devastadoras, explican que la Reconquista cristiana quedara
paralizada. En la Corona de Castilla fue importante la labor del monarca
Alfonso XI, que aprobó el Ordenamiento de Alcalá (1348).
Pero su sucesor, Pedro I, se enzarzó en una guerra fratricida con
su hermano bastardo Enrique II el cual, tras su victoria, instauró
la dinastía Trastámara en Castilla. Años más tarde
el intento de fusión con Portugal fracasó al ser derrotado
Juan I en Aljubarrota (1385). Por su parte la Corona de Aragón se
proyectó, política y comercialmente, hacia el
Mediterráneo. Los principales hitos de esta expansión fueron el
dominio de Sicilia y la incorporación de Cerdeña, sin olvidar las
hazañas protagonizadas por los almogávares en el Mediterráneo
oriental. El principal monarca aragonés del siglo XIV fue
Pedro IV, que incorporó definitivamente a la corona el reino de
Mallorca.
En el siglo XV la Corona
de Castilla se recuperó de la depresión de los dos siglos
anteriores. Hubo un activo comercio de exportación en la zona
cantábrica, básicamente de lanas con destino a Flandes.
También la zona de Sevilla, animada por los hombres de negocios
genoveses, gozaba de un gran dinamismo económico. En ese siglo alcanzaron
fama internacional las ferias de Medina del Campo. En la Corona de
Aragón, por el contrario, el siglo XV fue negativo, sobre todo en
el ámbito del comercio mediterráneo. También
Cataluña vivió en el siglo XV una profunda depresión.
En el terreno político hubo en Castilla en este siglo frecuentes luchas
internas, tanto en el reinado de Juan II, que tuvo como valido a
Álvaro de Luna, como en el de Enrique IV; pese a todo, el poder
real se fortaleció en Castilla. En la Corona de Aragón el trono,
que había quedado vacante, pasó tras el Compromiso de Caspe
(1412) a Fernando de Antequera, perteneciente a la familia Trastámara.
Su sucesor, Alfonso V, conquistó Nápoles y fue un gran
protector del humanismo. Juan II, que con anterioridad había sido
rey de Navarra, hubo de hacer frente a la sublevación de
Cataluña.
Los siglos finales de
la edad media conocieron importantes tensiones sociales, provocadas por la
expansión señorial y por la incidencia de la crisis
económica. Los conflictos más graves fueron la sublevación
de los payeses de remensa en Cataluña, y la segunda Guerra
Irmandiña en Galicia, ambos desarrollados en la segunda mitad del siglo
XV. Por otra parte, se quebró en esa época la convivencia entre
cristianos y judíos; en 1391 las matanzas de hebreos, iniciadas en
Sevilla pero rápidamente propagadas al resto de la península
Ibérica, provocaron la conversión masiva de numerosos
judíos. Así las cosas, en el siglo XV se planteó,
particularmente en la Corona de Castilla, un grave problema, el de los
conversos o cristianos nuevos. Desde el punto de vista religioso, no
dejó de tener su efecto negativo en los reinos cristianos de la
península el cisma de la Iglesia católica, que estalló en
1378. Al mismo tiempo progresaba la religiosidad popular y triunfaban los
predicadores de masas, como el dominico Vicente Ferrer. Por lo demás en
la Iglesia hispana se dejaba sentir la necesidad de una reforma religiosa que
fuera capaz de poner fin a los abusos y a la inmoralidad.
El reino de Navarra rompió
en el siglo XIV la supeditación que había tenido con respecto
a Francia. Carlos III, que reinó entre los siglos XIV y XV, fue uno
de sus monarcas más brillantes. Pero en el siglo XV aquel reino fue
testigo de un conflicto desgarrador entre el rey Juan II y su hijo Carlos,
príncipe de Viana. Por su parte el reino Nazarí de Granada,
último vestigio islámico en la península, fue en los
siglos XIV y XV un hervidero de intrigas palaciegas, que no lograba ocultar la
magnificencia del palacio de la Alhambra.
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Época moderna
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Puede considerarse que
la historia moderna de España comenzó con el reinado de los Reyes
Católicos (1474-1516), en cuyo periodo se avanzó de forma
decisiva hacia la integración, bajo un único soberano, de los
diversos reinos y territorios en que se había dividido la vieja Hispania
romana.
El matrimonio de Isabel
y Fernando supuso la vinculación de las Coronas de Castilla y de
Aragón, cada una de las cuales estaba integrada por un grupo de reinos.
La Corona de Aragón comprendía los de Aragón, Valencia y
Mallorca, además del principado de Cataluña y de los reinos de
Sicilia y Cerdeña, en el sur de Italia. La Corona de Castilla abarcaba
la mayor parte de la península Ibérica, a excepción de los
territorios aragoneses, Navarra, Portugal y el reino de Granada; sus diversos
reinos (fruto de la progresiva incorporación de territorios durante la
Reconquista al núcleo inicial del reino astur) se diferenciaban de los
de la Corona de Aragón en que no mantenían leyes, instituciones,
monedas u otros elementos privativos, sino que se integraban en un conjunto
único. Eran reinos exclusivamente sobre el papel; sólo las
provincias vascas tenían una vinculación particular con la
Corona, en virtud de la cual mantenían una serie de leyes propias y
privilegios.
Con los Reyes Católicos
no se produjo una unión de las Coronas de Castilla y Aragón. De
acuerdo con el modelo ya existente en esta última, cada una de ellas
mantuvo sus leyes, instituciones y monedas, y continuaron las aduanas en las
zonas limítrofes. Sin embargo, ambos reyes intervinieron, en distinta
medida, en la gobernación castellana o aragonesa, y —lo que es
más importante— en el futuro ambas coronas tendrán un mismo rey.
Pero el proceso hacia
la integración del territorio peninsular bajo un único soberano
va a ser mucho más amplio. Los Reyes Católicos conquistaron el
reino de Granada (1492), y años después, muerta ya Isabel,
Fernando incorporó el reino de Navarra (1512). Cuatro de los cinco
reinos existentes en España a finales de la edad media pasaron a
depender de un mismo soberano. Sólo faltaba Portugal, al que los reyes
trataron de incorporar, sin éxito, por medio de matrimonios concertados.
Fuera de la península Ibérica, las tropas castellanas
conquistaron el reino de Nápoles (1504), así como una serie de
plazas en el norte de África. Al propio tiempo, se incorporaron de forma
efectiva las islas Canarias, y se inició, con el descubrimiento de
América por parte de Cristóbal Colón, el dominio de lo que
será la América española. No se trataba sólo, por
tanto, de la integración bajo un mismo rey de los territorios políticos
de la Hispania romana; estaba surgiendo una gran potencia política
mediterránea y atlántica, que en virtud de las vicisitudes
sucesorias —y de la política matrimonial de los Reyes Católicos—
pronto será también una potencia europea, cuando a la muerte de
Fernando, la vasta herencia de Castilla y Aragón recaiga en
Carlos I (1516-1556), heredero también, por línea paterna,
de los Países Bajos, Luxemburgo y el Franco Condado, así como de
los dominios patrimoniales de la Casa de Austria y del título imperial.
Apareció así la llamada
Monarquía Hispánica, o de los Austrias, Estado supranacional
formado por múltiples reinos y territorios cuyo único elemento de
unión era la persona del monarca. La Monarquía Hispánica
(siglos XVI y XVII) fue también llamada Monarquía
Católica, en la medida en que la defensa de la ortodoxia católica
frente a los protestantes se convirtió en una de sus principales razones
de ser. Al igual que en la primitiva vinculación castellano-aragonesa,
cada uno de sus reinos y territorios políticos integrantes
mantendrá sus leyes, instituciones, monedas y tradiciones. Con
Carlos I, el espacio territorial de la Monarquía Hispánica
continuó creciendo, gracias a la incorporación del ducado de Milán
y a la rápida conquista de América. Tras su muerte,
Felipe II (1556-1598) no heredó ni los dominios de la Casa de
Austria ni el título imperial, pero la expansión se
completó con la incorporación de territorios como las
guarniciones de Toscana, las islas Filipinas, y sobre todo, el reino de
Portugal, con su extenso imperio ultramarino en África, Asia y
América.
Los años finales del siglo XV
y la primera mitad del siglo XVI fueron un periodo decisivo en la
expansión europea más allá del océano. La Corona de
Castilla, junto con Portugal, fue la principal protagonista de tal proceso. A
mediados del siglo XVI, la América española había
alcanzado prácticamente sus límites máximos. En poco
más de medio siglo, los conquistadores españoles lograron
incorporar vastos territorios en el norte, centro y sur del continente
americano. Los dos hechos más importantes fueron las rápidas
conquistas de los Imperios azteca (Hernán Cortés, 1519-1521) e
inca (Francisco Pizarro, 1531-1533). A partir de los restos de ambos, dos
grandes virreinatos, el de Nueva España (México) y el del
Perú, coronaban la organización administrativa de la
América española.
La expansión y el predominio
político que se inició con los Reyes Católicos no
podría explicarse sólo por la habilidad política, las
combinaciones matrimoniales o la fortuna. A comienzos del siglo XVI, la
Corona de Castilla era uno de los espacios más vitales de Europa. Su
peso en el conjunto de España resultó decisivo, pues no
sólo era más extensa que los otros territorios, sino que su
población era mayor, en términos absolutos y relativos, y
creció más que la de otros espacios peninsulares. A finales del
siglo XVI —el momento sobre el que poseemos datos más fiables— la
Corona de Castilla, sin el País Vasco, tenía unos 6.600.000
habitantes, de una población total para el conjunto de España de
algo más de 8.000.000. La economía castellana era además
la más próspera de la península; desde mediados del
siglo XV, Castilla se encontraba en una fase expansiva, mientras que la
economía de la Corona de Aragón (principalmente la de Cataluña)
sufría un periodo de crisis y estancamiento, tras la prosperidad del
siglo XIII.
El crecimiento demográfico
de Castilla fue especialmente importante en el mundo urbano. Las ciudades
más dinámicas eran las del interior, especialmente en los valles
del Duero y del Guadalquivir. En aquél, aparte de Valladolid, que
destacó por su importante papel político como sede preferente de
la corte hasta mediados del siglo, vivieron momentos favorables ciudades como
Burgos, sede principal del comercio castellano con el exterior; Segovia,
núcleo esencial de la producción textil lanera; Medina del Campo,
famosa por sus grandes ferias internacionales, o Salamanca, que albergaba la
universidad más prestigiosa. En el sur, junto a grandes núcleos
urbanos que vivían esencialmente de la agricultura, el monopolio
comercial con América hizo crecer a Sevilla, la principal ciudad
española del siglo XVI. En las últimas décadas de dicha
centuria, el asentamiento de la corte motivaría el fuerte crecimiento de
Madrid. A comienzos de los tiempos modernos, por tanto, las zonas más
prósperas de la península se situaban no sólo en la Corona
de Castilla, sino especialmente en el interior.
El carácter dinástico
o personal, que determinaba la pertenencia a la monarquía de cada uno de
los reinos y territorios integrantes de la misma, y la fuerte autonomía
que conservaban, junto con la existencia de unas instancias superiores de
gobierno en la corte, junto al rey, hicieron de la monarquía de los
Austrias españoles una curiosa mezcla de autonomía y
centralización. El poder del rey no era el mismo en todos los reinos y
territorios, como tampoco eran similares el potencial demográfico y
económico de los mismos. En estas condiciones, la riqueza y prosperidad
castellana —incrementada posteriormente por la plata que provenía de
América— junto al fuerte desarrollo del poder regio en la Corona de
Castilla, la convirtieron, ya desde tiempos de los Reyes Católicos, en
el vivero fundamental de los recursos humanos y materiales y en el centro de
gravedad de la monarquía. Ello tuvo claras ventajas para los grupos
dirigentes castellanos: la alta nobleza, los miembros destacados del clero o
los letrados disfrutaron de los principales cargos de la monarquía,
hasta el punto de provocar recelos en otros territorios. Sin embargo, para el
pueblo llano, que pagaba los impuestos, la realidad imperial de la
monarquía de los Austrias no supuso sino una creciente fiscalidad y el
envío de muchos de sus hombres para abastecer los ejércitos. El
sometimiento de Castilla a la política imperial de los Austrias fue
aún mayor tras el fracaso de la revuelta de las Comunidades (1520-1521)
—de carácter urbano y popular— contra la política del emperador
Carlos I.
Durante buena parte del
siglo XVI, los éxitos acompañaron la política internacional
española, a pesar del fracaso relativo de Carlos V en el intento de
impedir la expansión del protestantismo en Alemania. La defensa del
Mediterráneo occidental resultó eficaz frente al peligro turco,
que se redujo de hecho en las últimas décadas del siglo. Sin
embargo, el gran cáncer de la Monarquía surgió en su seno
con la rebelión de los Países Bajos, iniciada en 1566, y que
habría de dar lugar a una guerra larga, costosa y agotadora, que
duró, en conjunto, hasta mediados del siglo XVII, y en la que los
rebeldes —las Provincias Unidas de Holanda— contaron frecuentemente con el
apoyo de Francia e Inglaterra (véase Guerra de los Países
Bajos).
En plena fase de expansión
económica, las materias primas castellanas no se utilizaron para
abastecer, de forma suficiente, la producción artesanal propia. La lana
de los rebaños de la Mesta y el hierro vasco eran los dos principales
artículos del comercio de exportación castellano. A cambio,
numerosos productos manufacturados extranjeros invadieron el mercado interior,
favorecidos por las facilidades aduaneras, la necesidad de abastecer el mercado
americano, el crecimiento de los precios en Castilla, o el retraso
técnico que pronto empezó a manifestarse. Castilla fue
convirtiéndose en proveedora de materias primas y compradora de
productos manufacturados, en claro perjuicio de su actividad industrial y sus
posibilidades de crecimiento económico. La política no fue ajena
a dicho proceso, pues el peso excesivo del gobierno hegemónico de los
Austrias determinó una fuerte presión fiscal y un notable
desgaste demográfico para mantener los ejércitos. Por otra parte,
en una época en que el incremento de la producción iba
necesariamente ligado al aumento de las superficies cultivadas, el crecimiento
demográfico tenía un límite, que en el caso de Castilla,
parecía haberse alcanzado hacia las décadas de 1570 y 1580.
Al menos desde la gran
crisis epidémica de finales del siglo XVI hasta mediados del
siglo XVII, el interior castellano sufrió una fuerte crisis
demográfica y económica que acabó con su antigua
prosperidad. Sus ciudades perdieron el papel que habían tenido en la
economía y se despoblaron. La sociedad se polarizó y los
exponentes de la incipiente burguesía, los sectores intermedios que
protagonizaron la actividad manufacturera, mercantil y financiera del siglo
anterior, desaparecieron. La obsesión por el ennoblecimiento y por vivir
de las rentas agrarias sirvieron de base a una sociedad con fuertes diferencias
entre los ricos y poderosos y la gran masa popular, empobrecida.
La crisis no afectó en
la misma medida a la periferia, incluida la perteneciente a la Corona de
Castilla. La mayor parte de las regiones del exterior peninsular mantuvieron su
población, o incluso la aumentaron, a pesar de que algunas de ellas sufrieron
fuertemente la incidencia de la peste. En la segunda mitad del siglo XVII,
cuando la población y la economía del interior comenzaban a
recuperarse, el centro de gravedad de la economía española se
había desplazado, definitivamente, hacia la periferia. Durante el
siglo XVIII la situación no cambiará, y a pesar de la buena
coyuntura general, Cataluña, el Levante valenciano, Cádiz —centro
del comercio con América— o las zonas costeras del País Vasco serán
las regiones más prósperas, frente a un interior que recuperaba
población, pero cuya economía tenía un cariz esencialmente
agrario. Madrid, en el centro, era la gran excepción, como consecuencia
de su papel político.
Al igual que en otras
sociedades de la época, la intolerancia religiosa era un elemento
fundamental. En 1492 fue expulsada de España la minoría
judía; poco después, se obligó también a los
musulmanes a convertirse o emigrar. En ambos casos, sin embargo, la
extinción oficial del judaísmo y la religión
islámica no acabó con el problema de las minorías, pues
buena parte de los judíos y la gran mayoría de los musulmanes se
convirtieron a la fe cristiana. Al problema judío le sucedió la
cuestión de los conversos, cuya clave última estaba en el rechazo
hacia las razas minoritarias. La Iglesia y la mayor parte de la sociedad
sospechaban de la sinceridad de las conversiones; la Inquisición, que
comenzó a actuar en 1480, fue esencialmente un tribunal contra los
conversos de origen judío, al tiempo que, en la sociedad española,
se extendía la diferenciación entre cristianos ‘viejos’ y
‘nuevos’, y la demostración de la ‘limpieza de la sangre’ —la
inexistencia de antepasados judíos o musulmanes— se convertía en
un requisito inexcusable para el acceso a las diversas instituciones
administrativas.
A diferencia de los conversos
de origen judío, diseminados entre la sociedad cristiana vieja y
obsesionados por ocultar sus antecedentes, los antiguos musulmanes, llamados
moriscos, al vivir agrupados en determinadas zonas de la península,
hacían gala de su religión y sus costumbres y eran claramente
reacios a la religión y la cultura cristianas. Mientras los conversos de
origen judío vivían preferentemente en las ciudades y trataban de
integrarse en la sociedad, con frecuencia en posiciones de cierta relevancia,
los moriscos eran campesinos de escasa formación cultural, por lo que
durante buena parte del siglo XVI se los consideró menos
peligrosos. Sin embargo, la revuelta de las Alpujarras, en 1568,
determinó la desarticulación del núcleo granadino,
diseminado por la Corona de Castilla, e incrementó la intolerancia hacia
ellos. A comienzos del siglo XVII, los moriscos —unas 300.000 personas—
fueron expulsados de España. En los reinos de Valencia y Aragón,
los más afectados, los expulsados suponían, respectivamente, en
torno al 30% y al 25% de la población.
El reinado de Felipe IV
vivió una de las coyunturas bélicas más intensas de la
historia de la Monarquía Hispánica, que acabó por arruinar
la economía y la hacienda de Castilla, y que pesó también
gravemente sobre otros territorios, en particular el reino de Nápoles.
Las repercusiones económicas y sociales de tal esfuerzo, junto a otros
factores, como el descontento y las tensiones constitucionales provocadas por
los intentos del conde-duque de Olivares de repartir las cargas de la
política imperial de la monarquía, para aliviar el peso que
soportaba la Corona de Castilla, provocaron una grave crisis interna, cuyas
manifestaciones más importantes fueron las revueltas de Cataluña
y Portugal, iniciadas ambas en 1640. Tales acontecimientos fueron la antesala
de la derrota de la monarquía frente a los holandeses, sancionada por la
Paz de Westfalia (1648) y frente a Francia por la Paz de los Pirineos (1659).
Unos años después, en 1668, Portugal vio reconocida su
independencia.
A pesar de las derrotas
de mediados del siglo XVII, durante las últimas décadas de
este siglo, la monarquía supo conservar la casi totalidad de sus
dominios, gracias, en buena parte, a la habilidad diplomática que la
llevó a aliarse con sus anteriores enemigos, Inglaterra y Holanda,
frente al expansionismo amenazador de la Francia de Luis XIV.
Precisamente, la obsesión por mantener íntegra la herencia
recibida de sus antepasados fue uno de los elementos decisivos que llevaron a
Carlos II, carente de sucesión, a nombrar heredero al duque de
Anjou, nieto del rey francés, que, con el nombre de Felipe V,
introduciría en España la dinastía de Borbón
(1700).
La existencia de otro
pretendiente, el archiduque de Austria, Carlos de Habsburgo, vinculado
también a los monarcas españoles por reiterados lazos familiares,
junto al temor que inspiraba el poder de Luis XIV, fuertemente
incrementado por la herencia de su nieto, provocaron la llamada guerra de
Sucesión, que no fue sólo un conflicto europeo generalizado, sino
que en España tuvo características de guerra civil, enfrentando a
los leales a Felipe V con los partidarios del archiduque austriaco,
especialmente numerosos en la Corona de Aragón.
El desenlace internacional
de la guerra, en 1713, supuso el fin de la Monarquía Hispánica,
pues sus dominios europeos pasaron a manos de los rivales del bando
borbónico, en beneficio sobre todo de Austria. En España, la
conclusión de la guerra en 1715 reafirmó en el trono a Felipe V,
quien, en castigo por el apoyo a su rival, suprimió las instituciones y
leyes particulares de los reinos y territorios de la Corona de Aragón.
El poder político, en la España del siglo XVIII se
organizó, así, de forma centralista, siguiendo el modelo
francés. Sólo Navarra y las provincias vascas, leales a
Felipe V durante la guerra, mantuvieron sus instituciones y leyes.
El siglo XVIII fue en
general un periodo de recuperación demográfica y
económica, favorecida por las medidas reformistas, especialmente
intensas durante los reinados de Fernando VI, y sobre todo, de
Carlos III. A finales de la centuria, la población total
española podía estar entre los 10.700.000 y los 11.300.000
habitantes. Apoyada en su imperio ultramarino, la España de este siglo
fue una potencia importante en la política europea, si bien su
política exterior careció de la grandeza de tiempos pasados y
estuvo casi siempre demasiado vinculada a Francia. El influjo de la
Ilustración —y el paso del tiempo— redujo considerablemente la
importancia de la Inquisición, que a finales del siglo había
dirigido su actividad a la persecución de las nuevas ideas ilustradas,
procedentes principalmente de Francia, y a la censura de libros (la
persecución contra judíos y musulmanes —o conversos— se
había reducido, fundamentalmente porque su número era ya muy
escaso). Pese a los signos de crisis detectados durante el reinado de
Carlos IV, la invasión napoleónica de 1808 vino a truncar la
evolución positiva de la España del siglo XVIII (véase
Guerras Napoleónicas).
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Época contemporánea
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El discurrir histórico
de la España contemporánea dibujó una entrecortada senda
debido a que el afianzamiento del nuevo orden liberal, a partir del segundo
tercio del siglo XIX, chocó con múltiples resistencias emanadas
de distintos flancos (carlismo, poderes fácticos, viejos estamentos
privilegiados). Las manifiestas interferencias entre los poderes civil, militar
y religioso se traducen a lo largo de dicha centuria en una cadena de
desencuentros y tensas relaciones entre la Iglesia y el Estado (proceso
desamortizador), unidos a intermitentes pronunciamientos militares de matiz
conservador o progresista, artífices de los relevos gubernamentales y
los sucesivos vaivenes constitucionales. Fracasada la experiencia
democrática del Sexenio Democrático, tan esperanzadora como
meteórica (1868-1874), el régimen oligárquico de la
Restauración introdujo a España en el umbral del siglo
XX sin consolidar el ensayado bipartidismo ni asentar un sistema de
partidos garante de la reclamada estabilidad en la vida pública.
La falta de una correcta
ubicación institucional, a estas alturas de la contemporaneidad, junto a
los llamativos reveses extrapeninsulares cosechados en las últimas
décadas (el desastre colonial de 1898, Annual y otros sonados fracasos
en la guerra de Marruecos), provocaron una paulatina militarización de
la monarquía de Alfonso XIII hasta desembocar en la dictadura de
Primo de Rivera (1923-1930). El pretorianismo militar patente en la nueva
centuria, arrumbado el régimen democrático republicano mediante
una cruenta Guerra Civil (1936-1939), alcanzó sus máximas cotas
de protagonismo con el caudillaje del general Franco, persistente por espacio
de cuatro décadas hasta la muerte del dictador en noviembre de 1975.
A partir de entonces,
merced a un atípico proceso de autoinmolación parlamentaria, las
viejas Cortes franquistas de inspiración corporativa otorgaron
vía libre al proyecto de reforma política, principal ariete de la
transición pacífica a la monarquía de Juan Carlos I.
Superadas con esfuerzo algunas asignaturas pendientes (desajustes de orden
político y socioeconómico), la España de 1996, un
país con 39 millones de habitantes al haber cuadruplicado su
población durante estos dos siglos, pese a la tardía
revolución demográfica, disfruta desde hace veinte años de
una probada solvencia democrática.
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Crisis del Antiguo
Régimen y nacimiento constitucional (1808-1833)
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Los sucesos revolucionarios
acaecidos en 1789 (véase Revolución Francesa) al otro lado
de los Pirineos, asustaron a los dirigentes españoles y provocaron un
vuelco en la trayectoria reformista borbónica, empeñada en
modernizar el país y acercarlo a Europa después de años de
introspección y obligado repliegue. El motín de Aranjuez y las
abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII (llamado ‘El Deseado’) en
Bayona a favor de Napoleón Bonaparte sumieron al país en una
profunda crisis dinástica, a la vez que las tropas francesas, al amparo
del Tratado de Fontainebleau, invadían la península con la excusa
de un supuesto avance hacia Portugal. En medio de tanta confusión y
vacío de poder, apenas una minoría sabrá aprovechar la
delicadeza del momento para, en lugar de reclamar el retorno de ‘El Deseado’,
acabar con el viejo orden y dar una réplica constitucional al Estatuto
de Bayona, la carta otorgada jurada por José I en julio de 1808.
La etapa comprendida entre
1808 y 1814, marco cronológico de la guerra de la Independencia contra
Francia y arranque convencional de la contemporaneidad española, se
caracteriza por su permanente inestabilidad y los desequilibrios internos
derivados del conflicto bélico y del poder bicéfalo existente en
la península: por un lado, la solución oficial napoleónica
que desde la aludida legitimidad coloca a José Bonaparte, hermano de
Napoleón, en el trono de España, y por otro, el movimiento de las
Juntas de resistencia aclamado por el pueblo y expandido por el reino hasta su
consumación en las Cortes de Cádiz, símbolo de la
resistencia nacional. Allí se irá fraguando, a partir de 1810,
una importante reforma política, cuyo fruto más granado fue la
Constitución aprobada el 19 de marzo de 1812, primera en la historia de
España y una de las primeras del mundo. Ante la sorpresa de muchos, este
renqueante país mediterráneo, típico representante del
Antiguo Régimen, se convirtió de la noche a la mañana en
abanderado del liberalismo constitucional, con innegable proyección
exterior, sobre todo en la órbita americana.
El retorno de Fernando VII
en 1814 truncó las ilusiones reformistas dando paso a un anodino reinado
que se prolongó hasta 1833, caracterizado por la recuperación del
más puro absolutismo, salvo el pequeño inciso correspondiente al
Trienio Liberal (1820-1823). La histórica frase pronunciada por
Fernando VII tras el levantamiento de Rafael del Riego en Cabezas de San
Juan (Sevilla), “marchemos todos francamente y yo el primero por la senda
constitucional”, pronto se demuestra incompatible con sus verdaderas
intenciones. La ayuda de la Europa reaccionaria, materializada en el
envío de tropas francesas al mando del duque de Angulema durante la primavera
de 1823 (los denominados Cien Mil Hijos de San Luis), puso punto final a esta
experiencia constitucional y cedió el paso hasta 1833 a la
‘Década Ominosa’, según el calificativo acuñado por la
historiografía liberal. En el camino quedan las tristemente
célebres depuraciones (‘purificaciones’), un ejemplo de la
represión ejercida con los liberales —también en su momento con
los afrancesados—, muchos de los cuales inauguraron un zigzagueante exilio
político, convertido luego en una práctica recurrente de la
España contemporánea.
El reinado fernandino,
marcado por el desgaste personal de continuos desfiles ministeriales y la
ausencia de alternativas en la resolución de los agobios
presupuestarios, tuvo en la mediocridad su nota más destacada. La
progresiva emancipación de las colonias americanas, aprovechando la
flagrante debilidad de la metrópoli, contribuyó con la
pérdida de mercados y descapitalización estatal, a desgastar la
imagen de una España sin timón y en total bancarrota. Prueba de
ello es que, al cierre de este primer tercio del siglo XIX, del viejo
imperio ultramarino apenas restan Cuba y Filipinas, en vías de
segregación. De ahí que no resulte extraño el
colofón de tan irresoluto mandato: una compleja crisis sucesoria,
delicada herencia que recibió el pueblo español a la muerte del
rey, en septiembre de 1833, causante de tres guerras civiles entre carlistas y
liberales a lo largo de la centuria decimonónica.
El contencioso entre los partidarios de Isabel II, hija de la regente María Cristina de Borbón y heredera del trono por la Pragmática Sanción de Fernando VII, derogatoria de la Ley Sálica, y los partidarios de Carlos María Isidro, hermano del monarca y presunto sucesor a la corona hasta las postrimerías del reinado, originaron las Guerras Carlistas, conjunto de conflictos que superan con mucho la sencillez interpretativa de un mero conflicto dinástico. Bajo este enfrentamiento de alcance mayoritariamente catalán y vasco se esconden, entre otros complejos ingredientes de guerra de religión, guerra de guerrillas y defensa foralista de privilegios locales, dos maneras contrapuestas de entender el presente y el porvenir: la del campesinado y su entorno agrario, frente a la celeridad del mundo urbano; la bandera de la descentralización del viejo régimen, en lugar del liberalismo económico en ciernes; la pervivencia de rancios valores y tradiciones, en contraposición a la secularización homogeneizadora del régimen burgués. Con negros presagios inició su andadura el régimen liberal.
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Consolidación
del nuevo orden liberal (1833-1874)
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El reinado de Isabel II
abarca el segundo tercio del siglo XIX, desde 1833 hasta la
revolución de 1868, que obliga a la reina a salir del país en pos
de una ‘España con honra’. Previamente, se estableció una etapa
de minoridad y regencia de María Cristina y del general Baldomero
Fernández Espartero, clausurada en 1843 al proclamarse oficialmente la
mayoría de edad de la heredera del trono con apenas 13 años. Las
notas más sobresalientes del legado político isabelino fueron el
desmantelamiento de los fundamentos económicos y jurídicos del
Antiguo Régimen, perfilado por los partidarios de la Constitución
de 1812 o doceañistas (disolución del régimen
señorial, desvinculaciones y proceso de desamortización), y la
puesta en marcha de una revolución burguesa imperfecta, pero que provoca
cambios cualitativos en la organización social (sociedad clasista) y
política (constitucionalismo), las relaciones de producción
(economía capitalista), y las estructuras mentales (utilitarismo y
mentalidad burguesa entusiasta de la propiedad y el ahorro).
Comprobada la tibieza
del Estatuto Real de 1834, la última Carta Otorgada de la
monarquía española por la que la regente, en plena Guerra
Carlista, decide desprenderse de algunas atribuciones, sucesivos textos
constitucionales de talante moderado (Constitución de 1845) o
progresista (Constitución de 1856), fijaron las reglas del juego
político de esta etapa. Todos ellos coincidían en limitar el voto
a los varones que reunieran determinados requisitos económicos o
sociales (sufragio censitario), sin aceptar la participación popular en
la vida pública ni resistirse a volcar en el articulado constitucional
sus ideologías y programas políticos; de ahí la escasa
vigencia y trasiego de estas normas fundamentales, al arbitrio de coyunturas
políticas. Los roces entre los poderes militar y civil en la
España isabelina fueron permanentes, con implicaciones de
carácter personal y liderazgo político de insignes militares al
frente de los principales partidos (Leopoldo O’Donnell, Ramón
María Narváez, Baldomero Fernández Espartero), al igual
que el contexto bélico y la sobreactuación del Ejército se
convirtieron en componentes habituales del paisaje peninsular. Algo parecido
ocurrió con la Iglesia, aferrada desde tiempos inmemoriales a sus
amortizados patrimonios y privilegios (manos muertas), y cuyo pulso con el
Estado a raíz de la desamortización de Juan Álvarez
Mendizábal acabará en amistosa reconciliación plasmada en
el Concordato de 1851, vigente hasta el franquismo.
Si exceptuamos el Bienio
Progresista (1854-1856) y algunos tramos del periodo subsiguiente de gobierno
de la Unión Liberal, el moderantismo es la ideología dominante en
la monarquía isabelina, que encontró en la emblemática
Década Moderada (1844-1854) sus más duraderas realizaciones.
Sirvan de muestra, al margen de la histórica creación de la
Guardia Civil, la centralización administrativa y jerarquización
burocrática acometidas durante dicho periodo, de probada eficacia en
connivencia con las oligarquías locales, y el centralismo asumido en la
estructuración territorial del Estado, contrario al hecho diferencial y
partidario del modelo uniforme. La confusión entre unidad y uniformidad
fue un rasgo sustancial del liberalismo doctrinario decimonónico.
La sublevación gaditana
desatada en septiembre de 1868, con el brigadier Juan Bautista Topete a la
cabeza, en pocos días llevó al exilio a la reina en medio de una
gran expectación e incertidumbre. Detrás de estos acontecimientos
revolucionarios se vislumbraba la incidencia desarticuladora de la crisis
financiera de la década de 1860, junto al desprestigio interno de un
régimen favorecedor de las clases propietarias y el descrédito
personal de la propia Isabel II. El mayor problema estribaba en que, bajo
la Gloriosa (nombre con el que se conoce la revolución de 1868), se
plantearon muy diferentes soluciones a los males de la patria. Mientras que el
general Juan Prim, cerebro pensante del golpe militar y redactor del
Manifiesto, defendía una monarquía democrática en la
línea modernizadora occidental, para políticos de la talla del
líder catalán Francisco Pi i Margall, la receta idónea era
el republicanismo como nueva forma de gobierno. Similar divorcio interpretativo
se detectaba entre la tendencia reaccionaria de las guarniciones militares
más significativas, monárquicas pero no isabelinas, y la
opinión mayoritaria de la población civil, que exigía
transgredir ésta y otras barreras seculares.
El Sexenio Revolucionario
(1868-1874) presentó una cambiante morfología política,
como acreditaron sus variados sistemas políticos: regencia de Francisco
Serrano, monarquía democrática de Amadeo de Saboya y
I República de tinte federal, unitario y presidencialista. Ahora bien,
estas céleres transformaciones resultaban en buena medida superficiales,
por cuanto pervivían hipotecas y numerosos rasgos de continuidad con la
etapa anterior (aparato estatal, entramado socioeconómico), que explican
a la postre el fracaso de este primer intento por consolidar un Estado
democrático y de derecho en España. Ése era el objetivo de
la Constitución de 1869, la primera en proclamar el sufragio universal
masculino, la libertad de cultos pública y privada, y otros derechos
fundamentales como los de reunión y asociación, claves para la
formación del incipiente movimiento obrero en su vertiente
política y sindical.
La renuncia irrevocable
al trono de Amadeo I en febrero de 1873 supuso, en plena combustión
política y con fundadas dudas sobre su legalidad constitucional, la
paradoja histórica de que unas Cortes mayoritariamente
monárquicas votaran, en un alarde de pragmatismo, la instauración
de un régimen republicano. La meteórica experiencia de la
I República, cuyo advenimiento transaccional provino de una
negociación política, no consiguió traducir sus propuestas
en una estabilidad parlamentaria, ni afianzar la España progresista
soñada por una generación incapaz de traspasar el umbral de una
revolución teórica. Por el contrario, la radicalización y el
mesianismo revolucionario que ahogaron la fórmula federal contenida en
el proyecto constitucional, cristalizaron en la revolución cantonal, un
cóctel de frustraciones de índole regional, social y
política. Las tropas del general Pavía dentro de las Cortes, en
enero de 1874, se encargaron de poner el broche final a esta fugaz experiencia,
a la vez que el pronunciamiento golpista del general Arsenio Martínez
Campos en Sagunto (Valencia) unos meses después, disipó toda duda
sobre el futuro próximo. Así se cierra esta página de la
historia de España, donde la clase obrera comprendió que la
burguesía nunca haría su revolución, y el regionalismo
probó el sabor amargo tanto del centralismo como de la
atomización cantonal.
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El régimen
oligárquico de la Restauración (1875-1923)
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De la mano de Antonio
Cánovas del Castillo, España retornó en 1875 a la forma de
gobierno tradicional y a la dinastía borbónica con la figura de
Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II. Liquidada la tercera
Guerra Carlista y obtenido el beneplácito internacional para la
opción restauradora, las preocupaciones de los nuevos gobernantes se
centraron en olvidar las turbulencias del Sexenio Revolucionario y redactar un
texto constitucional ajustado a las necesidades del momento.
La Constitución conservadora
de junio de 1876, la más sólida del panorama nacional al
mantenerse en vigor hasta el golpe militar de 1923, regulaba una
monarquía limitada en la cual la Corona se reservaba amplias
prerrogativas merced al control del poder ejecutivo (nombramiento y cese del
gobierno) y de la vida parlamentaria (disolución de las Cámaras,
sanción y promulgación de las leyes). La defensa de la
soberanía conjunta (Rey-Cortes), de la que Cánovas era su
principal valedor, sintonizaba con la reeditada confesionalidad del Estado, la
imprecisión a la hora de regular los derechos ciudadanos, pendientes por
tanto del desarrollo normativo posterior, y un sinfín de calculados
silencios, que hacían de la ambigüedad la clave de su dilatada
vigencia. El bipartidismo de inspiración británica con
conservadores y liberales turnándose en el poder, encontró en
Cánovas y en Práxedes Mateo Sagasta a los carismáticos
dirigentes de este sistema oligárquico y caciquil, que funcionó
con escrupulosa regularidad hasta el nuevo siglo. La desaparición de
ambos líderes y el fraccionamiento de sus respectivos partidos,
víctimas de ambiciones y luchas intestinas, dieron al traste con este
viciado aunque eficaz diseño político.
El aislamiento internacional
de España durante la centuria decimonónica, absorta en la
resolución de sus problemas domésticos, determinó en estos
años canovistas una política exterior pragmática,
ecléctica y refinadamente pesimista (“no tienen alianzas los que
quieren, sino los que pueden”, en palabras del líder conservador). El
recogimiento exterior resultaba forzoso para este atípico Estado
colonialista, confiado en sus derechos históricos y carente en sus
posesiones ultramarinas de la imprescindible presencia militar y fuerza
efectiva, como pronto tuvo ocasión de comprobar.
El 98 español se inscribe
dentro de la redistribución colonial internacional motivada por la
expansión imperialista, con notas peculiares pues se trataba de una
guerra con Estados Unidos (véase Guerra Hispano-estadounidense)
cuyo epicentro estaba en Cuba, ante la que se inhibieron las potencias
occidentales. La pérdida de los restos del viejo imperio de ultramar
(Cuba, Puerto Rico y Filipinas), no exenta de enajenaciones y transferencias
respecto a las islas Palau, Marianas y Carolinas en la lejana Micronesia,
sumió al pueblo español en una profunda crisis al haberse
planteado el resultado como una disyuntiva entre la victoria o el deshonor
patrio. De ahí que este 98, el ‘Desastre’ por antonomasia, sea el
único no aceptado del cúmulo de reveses que sufrieron en idéntica
fecha países como Portugal o Francia, significativos de la potencialidad
de los nuevos colosos internacionales y del eclipse latino.
El impacto de esta liquidación
colonial en la sociedad española, al margen de las secuelas
económicas derivadas de la supresión de mercados y el reajuste
hacendístico, suscitó una profunda autocrítica sobre las
causas y posibilidades de remedio de tantas flaquezas. El movimiento
regeneracionista, que tuvo en Joaquín Costa a su figura más
señera, mostró un talante positivo al esforzarse en adecuar la
gobernación a lo gobernado y proponer, desde posiciones muy dispares,
medidas para el saneamiento de España. Ahora bien, intramuros, los
problemas estructurales resultaban difíciles de erradicar. En el terreno
social, por el manifiesto fracaso del modelo armonizador propuesto para atajar
el conflicto entre el capital y el trabajo, y en el plano ideológico,
por el agotamiento del juego político de la Restauración; en
definitiva, por el hundimiento de las principales señas de identidad del
sistema.
Flanqueado el siglo XX,
la subida al trono de Alfonso XIII en 1902 dio comienzo a un reinado donde
iban a resultar fallidos los intentos de Antonio Maura y José Canalejas
de desterrar el caciquismo y lograr la ansiada regeneración nacional.
Acontecimientos como la Semana Trágica de 1909, que alió a los
socialistas con los republicanos en contra del gobierno, o la
interpretación de ataque frontal a la Iglesia y ruptura de relaciones
con Roma a raíz de la Ley del Candado de 1910, evidenciaban la
visceralidad con que todavía se abordaban algunos temas sin resolver y
las aludidas interferencias de poderes, rasgo medular de la contemporaneidad
española.
La coyuntura exterior,
desde la gran guerra que desbarató la vida de los europeos, a los
contratiempos marroquíes, cada vez más dolorosos para
España, contribuyó a agravar el deterioro de la política
nacional, con gabinetes de gestión y concentración que, a duras
penas, capearon el temporal frente a una sociedad por momentos desencantada. La
crisis de 1917, una compleja revolución militar, burguesa y proletaria
que estuvo a punto de hacer saltar por los aires la monarquía alfonsina,
concluyó con la cesión del poder civil ante las imposiciones
militares. Las presiones de las Juntas de Defensa sobre un ejecutivo impotente,
acarrearon una imparable militarización de la vida pública,
agudizada por sucesos como el desastre de Annual de 1921. En medio del
descontento generalizado, el desgaste de la Corona y la falta de credibilidad
de las instituciones abrieron de nuevo la puerta a los golpistas ante la
claudicación vergonzante del poder civil.
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El pretorianismo
del siglo XX: la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930)
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Frente a la interpretación
tradicional del periodo comprendido entre 1923 y 1930 como un paréntesis
en la historia de España, acogiéndose a las propias palabras del
dictador, recientes investigaciones apuntan a que la balsa de aceite y el
adormecimiento sólo constituían mera apariencia. La “letra a
noventa días” con que Miguel Primo de Rivera se presentó al
país, dispuesto en tan breve plazo de tiempo a restablecer el orden
público y abandonar de inmediato la escena política, poco
tenía que ver con la realidad. Se produjo, por el contrario, un sexenio
de férreo control gubernamental, en el que se consumó el hundimiento
definitivo de los viejos partidos dinásticos de la Restauración y
fracasaron estrepitosamente los conatos reformistas de impronta
monárquica (maurismo, mellismo).
La singular figura del
capitán general de Cataluña, que accedió al poder manu
militari cuando muchos creían que los pronunciamientos eran agua
pasada, resultó controvertida y, salvo la fidelidad irreductible de
Eduardo Aunós, la mayoría de sus biógrafos rechazan la
imagen regeneracionista de ‘cirujano de hierro’ y salvador de España. Su
escasa formación intelectual y demagogia popular quedaron patentes desde
un principio, como denota el célebre ‘Manifiesto’ fechado el 12 de
septiembre de 1923, inicio programático tanto de su pintoresca
literatura como de su trayectoria al frente de los destinos de España.
La anuencia regia al golpe, otorgó vía libre al primer gobierno
exclusivamente militar de la historia de España, una experiencia que se
prolongó hasta finales de 1925 y centró su mensaje en la recuperación
del orden público y la firma de la paz exterior, aunque para ello se
exigió un alto precio (disolución de las Cortes,
suspensión del texto constitucional, proscripción del comunismo y
el anarquismo, rechazo de la vieja política, la lucha de clases y el regionalismo,
entre otras agresiones).
La victoria española en
suelo marroquí tras el desembarco de Alhucemas, entre aplausos caseros e
internacionales animó a clausurar el Directorio militar y sustituirlo
por otro civil, extensible hasta la aceptación alfonsina de la
dimisión del general en enero de 1930. De momento, lejos de retirarse en
consonancia con la argüida provisionalidad, Primo de Rivera se
afanó por institucionalizar el régimen dotándolo de tres
pilares básicos: un partido político, amparado por el ejecutivo y
beneficiario del aparato del Estado (la Unión Patriótica), unas
Cortes incondicionales de matiz no decisorio (Asamblea Nacional Consultiva), y
un tardío y deslavazado borrador constitucional de signo
ultraconservador (proyecto de 1929). Durante este Directorio civil, personalidades
como el mencionado Aunós o José Calvo Sotelo, responsables de los
Ministerios de Trabajo y Hacienda, practicaron una política social
corporativa para la que obtuvieron colaboración socialista en su
dimensión política y sindical, y una política
económica de signo intervencionista, censurada por desaprovechar estos
años de coyuntura alcista. Con todo, algunas realizaciones novedosas,
como la creación del monopolio fiscal de Campsa en contra del parecer de
poderosos grupos de presión, resultaron más rentables a las arcas
del Estado que las estimaciones de partida medianamente optimistas.
La inoperancia de unas
instituciones prefabricadas, el descontento de cualificados sectores
financieros que veían tambalear sus prerrogativas, la oposición
estudiantil, y las discordias en la institución militar con motivo del
conflicto artillero y la implantación del ascenso por designación
en detrimento de la antigüedad, sumieron al régimen en el
más absoluto desconcierto. La caída del dictador pronto
arrastrará al rey y a la propia monarquía, herida de muerte por
la aceptación en su día del levantamiento golpista y por su
estrecha complicidad con un orden de talante autoritario y
pseudodemocrático.
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La II
República y la Guerra Civil (1931-1939)
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Los quince meses que transcurrieron
entre enero de 1930 y abril de 1931, fecha de nacimiento de la
II República, evidencian la ineficacia de los gobiernos de parcheo
del general Dámaso Berenguer y del almirante Juan Bautista Aznar,
incapaces de apuntalar la militarizada monarquía. En medio de crecientes
críticas al régimen y a su cabeza visible, Alfonso XIII, el
ensamblaje de fuerzas de la oposición gestado en el famoso Pacto de San
Sebastián, junto al desgaste de imagen dentro y fuera de España
motivado por desafortunados sucesos como los de Jaca y Cuatro Vientos, acabaron
por descomponer el endeble panorama peninsular.
Así se comprende cómo
unas simples elecciones municipales convocadas para el 12 de abril,
desvirtuaron su sentido para convertirse en un auténtico plebiscito a favor
o en contra de la monarquía alfonsina. El triunfo de las candidaturas
republicanas en los principales núcleos de decisión (las
ciudades) provocó la inminente expatriación del monarca y la
proclamación ilusionada de la II República, sin ruido de
sables ni derramamiento de sangre. Este advenimiento pacífico, al igual
que la experiencia similar decimonónica, se contrapone a su cruento
final marcado por tres años de enfrentamiento civil, el elevado precio
del derribo de la legalidad republicana (la “muerte noble”, a que alude Edward
Malefakis en comparación con sus homónimas europeas).
Dentro del periodo que
comprende la clasificación convencional en dos epígrafes de
contrastado signo (Bienio Reformista y Bienio Restaurador), más un
agitado semestre frentepopulista que desembocaría en la guerra,
descuella la etapa republicano-socialista de 1931 a 1933, empeñada en la
ardua tarea de modernizar España. En este compromiso reformador se
inserta la Constitución democrática aprobada en diciembre de
1931, un texto representativo de los avances jurídicos del momento, con
especial sensibilidad hacia la cuestión social y los derechos de los
ciudadanos, regulados de manera pormenorizada frente al laconismo habitual.
La reforma militar acometida
por Manuel Azaña, tendente a racionalizar un Ejército anticuado e
hipertrofiado; la controvertida reforma religiosa, ideada con la
pretensión de regular al fin las relaciones entre la Iglesia y el
Estado, pero desde un apasionamiento anticlerical que confundía el
laicismo con el cobro de facturas pendientes; la novedosa apuesta en la
estructuración territorial por el Estado integral y autonómico,
comprobadas las fisuras del centralismo y de la solución federal; o los
conatos parciales de reforma agraria, un retoque superficial a la
desequilibrada estructura de la propiedad de la tierra, son algunos ejemplos
reseñables de la aludida vocación reformista y de las
contradicciones inherentes a una “República democrática de
trabajadores de toda clase”, como la bautizaron entre Francisco Largo Caballero
y Niceto Alcalá Zamora.
La rebelión militar de
julio de 1936 extendida desde Marruecos a la península, fruto de una
conspiración en la que participaron José Sanjurjo, Emilio Mola,
Francisco Franco, Gonzalo Queipo de Llano, Galarza y otros oficiales, supuso el
estallido de una Guerra Civil más larga de lo imaginado por los
insurrectos, desbordados ante el cariz del choque bélico. La resistencia
republicana, especialmente férrea en Madrid, Cataluña, Levante y
algunos puntos del norte peninsular, trastocó los cálculos
iniciales y obligó a los sublevados a cambiar el guión y
convertir un clásico pronunciamiento en lo que ellos denominaron
“cruzada del Glorioso Alzamiento Nacional, orientada a la reconstrucción
espiritual de España frente a las hordas marxistas”.
La sociedad civil de ambos bandos sufrió los rigores de una guerra incomprendida, que los dividió en dos frentes irreconciliables. La desarticulación de la España republicana promovió ensayos de revolución social y política, al amparo de la socialización de los medios de producción, las colectivizaciones agrarias y el control obrero de la industria y la gestión de los servicios básicos. Por su parte, en el lado opuesto, la construcción del nuevo Estado, una simbiosis político-religiosa de difícil catalogación, ocupó los desvelos de la Junta de Defensa Nacional y de Franco en concreto, a quien disposiciones de 1938 y 1939 (30 de enero y 8 de agosto, respectivamente) designaron jefe del Estado, del gobierno, del partido único (Falange Española Tradicionalista y de las JONS) y de las Fuerzas Armadas, con carácter vitalicio. La ayuda germana e italiana a las tropas franquistas, más importante que la soviética obtenida por Juan Negrín (en 1936 ministro de Finanzas del gobierno presidido por Largo Caballero) ante la negativa oficial a intervenir en la contienda de británicos y franceses —al margen de los miembros de las Brigadas Internacionales—, fue determinante de cara al resultado final del conflicto.
La victoria franquista, anunciada con solemnidad el 1 de abril de 1939, más que la paz inició una dura posguerra en un país arrasado y con un elevado balance de pérdidas humanas y materiales. La regresión económica, a tono con la involución de la estructura de la población activa hacia el sector agrario, irá acompañada de una política represiva, difícil de cicatrizar en la sociedad española.
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El franquismo (1939-1975)
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Durante casi cuatro décadas, las que median entre 1939 y 1975, España vivió bajo las órdenes del general Francisco Franco, carismático vencedor de la Guerra Civil. El triángulo de sustentación del 18 de julio: Ejército, Falange e Iglesia, con su reparto de papeles coactivo, ideológico y legitimador, cimentó un régimen autoritario y paternalista, capaz de adaptar los ingredientes totalitarios al contexto hispano. El caudillaje plenipotenciario de Franco condicionó por completo este diseño personal, al que se fueron añadiendo ciertas dosis de flexibilidad, a medida que la política internacional evolucionaba hacia una mayor tolerancia y posiciones antifascistas.
Bajo la coartada de la ‘democracia orgánica’ y en una clara operación de maquillaje, se fue fraguando la lenta institucionalización del régimen, que se dilató desde 1938 (fecha de aprobación del Fuero del Trabajo) hasta enero de 1967 cuando ve la luz la Ley Orgánica del Estado, ratificadora de su envoltura arcaica, confesional y carente de partidos políticos. En el trayecto quedan otras cinco Leyes Fundamentales, de rango similar y carácter dogmático u orgánico, con las que se pretende completar la ‘Constitución fragmentada’ del franquismo, si aceptamos el eufemismo al uso (Ley Constitutiva de las Cortes Españolas de 1942, Fuero de los Españoles y Ley del Referéndum Nacional de 1945, Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947 y Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, de mayo de 1958, delimitadora de una monarquía tradicional, católica y social).
El desarrollo interno del franquismo admite una relajada disección al coincidir prácticamente sus hitos referenciales con los indicadores sociales, políticos y económicos que marcan el tránsito de una década a otra. Mientras los años de la década de 1940 se caracterizaron por la introspección y la autarquía, imprescindibles para alcanzar la pretendida autosuficiencia económica, prorrogada tras finalizar la II Guerra Mundial por desentendimiento con los vencedores, la década bisagra de 1950 presentó connotaciones muy diferentes. Tras el aislamiento exterior y la mal disimulada neutralidad y no beligerancia, en estos años centrales del siglo XX se consuma la inserción internacional y el afianzamiento peninsular del régimen, merced a la firma en 1953 de pactos económicos y militares con Estados Unidos y el Concordato con la Santa Sede, coetáneos en el ámbito interior al Plan de Estabilización y los primeros sondeos planificadores de la sociedad del bienestar.
La década de 1960, tan impactante en todo el mundo, significó para España la consecución de un desarrollo económico sin precedentes, no exento de desequilibrios sectoriales y regionales, así como un giro tecnocrático en la vida política, que mostró síntomas de apertura y adaptación. Las migraciones de uno y otro signo que surcaron la geografía nacional con sus secuelas demográficas y especulativas, las transformaciones socioeconómicas y las consignas del exterior impulsaron, con el beneplácito de la nueva clase dirigente, el adiós al anquilosamiento político. Al igual que había sucedido en 1956, pero con mayor intensidad y carga ideológica, la agitación estudiantil y la conflictividad obrera patentizaban, desde otro ángulo de análisis, la necesidad de cambios profundos.
La confluencia en la década de 1970 de factores negativos para el régimen de muy variopinta procedencia (crisis energética, huelgas y oposición antifranquista, terrorismo, problemas saharianos), acabó por descomponer un orden obsesionado con su permanencia. La larga agonía del general Franco, fallecido en noviembre de 1975, simbolizó el agotamiento del sistema, mientras el pueblo se interrogaba sobre la capacidad de supervivencia del franquismo sin su principal hacedor.
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La monarquía
democrática de Juan Carlos I (1975- )
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Muerto Franco y ante la sorpresa internacional, España experimentó el tránsito, atípico en la forma y en el fondo, de un régimen autoritario a una monarquía democrática desde la legalidad corporativa franquista. Autodisueltas las viejas Cortes y encauzada por el monarca la nueva situación, comenzó su andadura la transición política, un largo y complejo periodo donde se conjugaron circunstancias favorables ni siquiera barajadas por sus protagonistas. Esta combinación de preparación y suerte, maquinación y casualidad permitió, precisamente desde el respeto a la legalidad, romper la legitimidad anterior y sacar adelante el complicado reajuste político.
La vía elegida para tal fin fue la reforma, en lugar de otras más radicales (ruptura, revolución), máxime al constatar la tupida red de intereses ligados al pasado régimen y los esfuerzos necesarios para materializar sin violencias la alentadora promesa de Juan Carlos I de ser “rey de todos los españoles”. En el verano de 1976, la designación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno en sustitución de Carlos Arias Navarro, facilitó la puesta en marcha de un proyecto pactado de reforma política que, en un año escaso y con la estimable ayuda de Torcuato Fernández-Miranda, desembocará en elecciones generales, una práctica olvidada en este país desde la etapa republicana.
El texto constitucional promulgado en diciembre de 1978, fruto del consenso de la pluralidad de fuerzas políticas, define a España como un Estado de derecho, democrático y social. A este tercer intento democratizador contemporáneo no le faltaron problemas: los sectores reacios al cambio se escandalizaron con ‘provocaciones’ como la legalización del Partido Comunista, la reforma autonómica, la conflictividad social, la laicización y la crisis económica. El intento golpista del 23 de febrero de 1981 así lo demuestra, al igual que la inutilidad jurídica de pretender justificar actos como éste apelando al ‘estado de necesidad’.
La victoria socialista obtenida en las elecciones de 1982 por mayoría absoluta, con un programa capaz de atraer a diez millones de votantes, simbolizó la reconciliación nacional y la normalización de la vida pública. El liderazgo ejercido por Felipe González, presidente del gobierno y secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) por espacio de trece años, se correspondió con una declarada vocación europeísta y un empeño modernizador difícil de negar. Sin embargo, la escalada de la corrupción, el incremento del desempleo, los titubeos en la redistribución de recursos y la crisis ideológica que atenazaba al pensamiento occidental en esos últimos años defraudaron muchas esperanzas.
En las elecciones generales de marzo de 1996, el Partido Popular (PP) se hizo con las riendas del gobierno por un estrecho margen de votos, lo que le condujo a pactar con los nacionalistas vascos y catalanes. Esto entraña una seria dificultad para el PP a la hora de llevar a la práctica el programa de gobierno propuesto durante la campaña electoral. La alternancia democrática está garantizada, pero los retos que tenía por delante el gobierno de José María Aznar, en especial el cumplimiento de los acuerdos de Maastricht y la convergencia con Europa, exigen más que buenas intenciones.
Para lograrlo, el Partido Popular adoptó unas medidas de austeridad y recorte presupuestario, dentro del marco de una importante reforma económica y laboral, para tratar también así de solventar el problema del desempleo, llegando a un acuerdo con los agentes sociales (empresarios y sindicatos). Al mismo tiempo, el gobierno de Aznar tuvo que hacer frente a la violencia de ETA y de los miembros de Jarrai (las juventudes de la Koordinadora Abertzale Sozialista, en la que también se integra ETA), así como al esclarecimiento de los atentados perpetrados por los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) llevados a cabo contra militantes etarras entre 1983 y 1987.
La conjunción de una serie
de factores —tales como la eficacia policial, el aumento del rechazo por parte
de la ciudadanía hacia la persistencia de atentados, la
constatación entre sus miembros de que la vía seguida en Irlanda
del Norte era una opción plausible para poner fin al conflicto— hicieron
que la organización terrorista decretara, en septiembre de 1998, un alto
el fuego indefinido, ratificado en varios comunicados emitidos en los
últimos meses de 1998 y los primeros de 1999. No obstante, el 28 de
noviembre de ese último año, ETA puso fin a dicho alto el fuego,
demostrando así que su intención no había sido otra que
profundizar en lo que los terroristas denominaban “proceso de
construcción nacional” vasco. En enero de 2000, la organización
reanudó la comisión de atentados.
Con una participación
del 69,98%; el PP obtuvo la mayoría absoluta en las elecciones
legislativas celebradas el 12 de marzo de 2000, al lograr el 44,54% de los
votos emitidos para renovar el Congreso de los Diputados y 183 escaños
(y 127 senadores). El PSOE perdió 16 actas de diputados respecto a los
comicios anteriores y se quedó con un 34,08% de votos y 125
escaños (y 61 senadores). Convergència i Unió (CiU) se
convirtió en la tercera formación política en
número de escaños (15 diputados y 8 senadores) e Izquierda Unida
(IU) tan sólo obtuvo el 5,46% y 8 actas de diputado (y ningún
senador).