ATRÁS


Nicanor Parra




 

Cambios de nombre

A los amantes de las bellas letras
hago llegar mis mejores deseos
voy a cambiar de nombre a algunas cosas.
Mi posición es ésta:
el poeta no cumple su palabra
si no cambia los nombres de las cosas.
¿Con qué razón el sol
ha de seguir llamándose sol?
¡Pido que se le llame Micifuz
el de las botas de cuarenta leguas!
 
¿Mis zapatos parecen ataúdes?
Sepan que desde hoy en adelante
los zapatos se llaman ataúdes.
Comuníquese, anótese y publíquese
que los zapatos han cambiado de nombre:
desde ahora se llaman ataúdes.
Bueno, la noche es larga
todo poeta que se estime a sí mismo
debe tener su propio diccionario
y antes que se me olvide
al propio Dios hay que cambiarle nombre
que cada cual lo llame como quiera:
ese es un problema personal.

 

Coplas del vino

Nervioso, pero sin duelo
a toda la concurrencia
por la mala voz suplico
perdón y condescendencia.
 
Con mi cara de ataúd
y mis mariposas viejas
yo también me hago presente
en esta solemne fiesta.
 
¿Hay algo, pregunto yo
más noble que una botella
de vino bien conversado
entre dos almas gemelas?
 
El vino tiene un poder
que admira y que desconcierta
transmuta la nieve en fuego
y al fuego lo vuelve piedra.

 

El hombre imaginario

El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario.
 
De los muros que son imaginarios
penden antiguos cuadros imaginarios
irreparables grietas imaginarias
que representan hechos imaginarios
ocurridos en mundos imaginarios
en lugares y tiempos imaginarios.
 
Todas las tardes imaginarias
sube las escaleras imaginarias
y se asoma al balcón imaginario
a mirar el paisaje imaginario
que consiste en un valle imaginario
circundado de cerros imaginarios.
 
Sombras imaginarias
vienen por el camino imaginario
entonando canciones imaginarias
a la muerte del sol imaginario.
 
Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario.

 

Es olvido

Juro que no recuerdo ni su nombre,
más moriré llamándola María,
no por simple capricho de poeta:
por su aspecto de plaza de provincia.
¡Tiempos aquellos!, yo un espantapájaros,
ella una joven pálida y sombría.
Al volver una tarde del Liceo
supe de la su muerte inmerecida,
nueva que me causó tal desengaño
que derramé una lágrima al oírla.
Una lágrima, sí, ¡quién lo creyera!
y eso que soy persona de energía.
Si he de conceder crédito a lo dicho
por la gente que trajo la noticia
debo creer, sin vacilar un punto,
que murió con mi nombre en las pupilas,
hecho que me sorprende, porque nunca
fue para mí otra cosa que una amiga.
Nunca tuve con ella más que simples
relaciones de estricta cortesía,
nada más que palabras y palabras
y una que otra mención de golondrinas.
La conocí en mi pueblo (de mi pueblo
sólo queda un puñado de cenizas),
pero jamás vi en ella otro destino
que el de una joven triste y pensativa.
Tanto fue así que hasta llegue a tratarla
con el celeste nombre de María,
circunstancia que prueba claramente
la exactitud central de mi doctrina.
Puede ser que una vez la haya besado,
¡quién es el que no besa a sus amigas! 
Pero tened presente que lo hice
sin darme cuenta bien de lo que hacía.
No negaré, eso sí, que me gustaba
su inmaterial y vaga compañía
que era como el espíritu sereno
que a las flores domésticas anima.
Yo no puedo ocultar de ningún modo
la importancia que tuvo su sonrisa
ni desvirtuar el favorable influjo
que hasta en las mismas piedras ejercía.
Agreguemos, aún, que de la noche
Fueron sus ojos fuente fidedigna.
Más, a pesar de todo, es necesario
que comprendan que yo no la quería
sino con ese vago sentimiento
con que a un pariente enfermo se designa.
Sin embargo, sucede, sin embargo,
lo que a esta fecha aún me maravilla,
ese inaudito y singular ejemplo
de morir con mi nombre en las pupilas,
ella, múltiple rosa inmaculada,
ella que era una lámpara legítima.
Tiene razón, mucha razón, la gente
que se pasa quejando noche y día
de que el mundo traidor en que vivimos
vale menos que rueda detenida:
mucho más honorable es una tumba,
vale más una hoja enmohecida,
nada es verdad, aquí nada perdura,
ni el color del cristal con que se mira.
 
Hoy es un día azul de primavera,
creo que moriré de poesía,
de esa famosa joven melancólica
no recuerdo ni el nombre que tenía.
Sólo sé que pasó por este mundo
como una paloma fugitiva:
la olvidé sin quererlo, lentamente,
como todas las cosas de la vida.

 

Sinfonía de cuna

Una vez andando
por un parque inglés
con un angelorum
sin querer me hallé.
 
Buenos días, dijo,
yo le contesté,
él en castellano,
pero yo en francés.
 
Dites moi, don angel.
Comment va monsieur.
 
Él me dio la mano,
yo le tomé el pie
¡hay que ver, señores,
cómo un ángel es!
 
Fatuo como el cisne,
frío como un riel,
gordo como un pavo,
feo como usted.
 
Susto me dio un poco
pero no arranqué.
 
Le busqué las plumas,
plumas encontré,
duras como el duro
cascarón de un pez.
 
¡Buenas con que hubiera
sido Lucifer!
 
Se enojó conmigo,
me tiró un revés
con su espada de oro,
yo me le agaché.
 
Ángel más absurdo
no volveré a ver.
 
Muerto de la risa
dije good bye sir,
siga su camino,
que le vaya bien,
que le pise el auto,
que le mate el tren.
 
Ya se acabó el cuento,
uno, dos y tres.

 

Ultimo brindis

Lo queramos o no
sólo tenemos tres alternativas:
el ayer, el presente y el mañana.
 
Y ni siquiera tres
porque como dice el filósofo
el ayer es ayer
nos pertenece sólo en el recuerdo:
a la rosa que ya se deshojó
no se le puede sacar otro pétalo.
 
Las cartas por jugar
son solamente dos:
el presente y el día de mañana.
 
Y ni siquiera dos
porque es un hecho bien establecido
que el presente no existe
sino en la medida en que se hace pasado
y ya pasó...
como la juventud.
 
En resumidas cuentas
sólo nos va quedando el mañana:
yo levanto mi copa
por ese día que no llega nunca
pero que es lo único
de lo que realmente disponemos.

 

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