ATRÁS


Octavio Paz




 

Acabar con todo (V)

Dame, llama invisible, espada fría,
tu persistente cólera,
para acabar con todo,
oh mundo seco,
oh mundo desangrado,
para acabar con todo.
 
Arde, sombrío, arde sin llamas,
apagado y ardiente,
ceniza y piedra viva,
desierto sin orillas.
 
Arde en el vasto cielo, laja y nube,
bajo la ciega luz que se desploma
entre estériles peñas.
 
Arde en la soledad que nos deshace,
tierra de piedra ardiente,
de raíces heladas y sedientas.
 
Arde, furor oculto,
ceniza que enloquece,
arde invisible, arde
como el mar impotente engendra nubes,
olas como el rencor y espumas pétreas.
Entre mis huesos delirantes, arde;
arde dentro del aire hueco,
horno invisible y puro;
arde como arde el tiempo,
como camina el tiempo entre la muerte,
con sus mismas pisadas y su aliento;
arde como la soledad que te devora,
arde en ti mismo, ardor sin llama,
soledad sin imagen, sed sin labios.
Para acabar con todo,
oh mundo seco,
para acabar con todo.


 
 

Bajo tu clara sombra (I)

 
 
Bajo tu clara sombra 
vivo como la llama al aire, 
en tenso aprendizaje de lucero.
 


 
 

Destino de poeta

 
 
¿Palabras? Sí, de aire,
y en el aire perdidas.
Déjame que me pierda entre palabras,
déjame ser el aire en unos labios,
un soplo vagabundo sin contornos
que el aire desvanece.
 
También la luz en sí misma se pierde.
 


 
 

Dos cuerpos

 
 
Dos cuerpos frente a frente
son a veces dos olas
y la noche es océano.
 
Dos cuerpos frente a frente
son a veces dos piedras
y la noche desierto.
 
Dos cuerpos frente a frente
son a veces raíces
en la noche enlazadas.
 
Dos cuerpos frente a frente
son a veces navajas
y la noche relámpago.
 


 
 

Elegía interrumpida

 
 
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al primer muerto nunca lo olvidamos,
aunque muera de rayo, tan aprisa
que no alcance la cama ni los óleos.
Oigo el bastón que duda en un peldaño,
el cuerpo que se afianza en un suspiro,
la puerta que se abre, el muerto que entra.
De una puerta a morir hay poco espacio
y apenas queda tiempo de sentarse,
alzar la cara, ver la hora
y enterarse: las ocho y cuarto.
 
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
La que murió noche tras noche
y era una larga despedida,
un tren que nunca parte, su agonía.
Codicia de la boca
al hilo de un suspiro suspendida,
ojos que no se cierran y hacen señas
y vagan de la lámpara a mis ojos,
fija mirada que se abraza a otra,
ajena, que se asfixia en el abrazo
y al fin se escapa y ve desde la orilla
cómo se hunde y pierde cuerpo el alma
y no encuentra unos ojos a que asirse...
¿Y me invitó a morir esa mirada?
Quizá morimos sólo porque nadie
quiere morirse con nosotros, nadie
quiere mirarnos a los ojos.
 
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al que se fue por unas horas
y nadie sabe en qué silencio entró.
De sobremesa, cada noche,
la pausa sin color que da al vacío
o la frase sin fin que cuelga a medias
del hilo de la araña del silencio
abren un corredor para el que vuelve:
suenan sus pasos, sube, se detiene...
Y alguien entre nosotros se levanta
y cierra bien la puerta.
Pero él, allá del otro lado, insiste.
Acecha en cada hueco, en los repliegues,
vaga entre los bostezos, las afueras.
Aunque cerremos puertas, él insiste.
 
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Rostros perdidos en mi frente, rostros
sin ojos, ojos fijos, vaciados,
¿busco en ellos acaso mi secreto,
el dios de sangre que mi sangre mueve,
el dios de hielo, el dios que me devora?
Su silencio es espejo de mi vida,
en mi vida su muerte se prolonga:
soy el error final de sus errores.
 
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
El pensamiento disipado, el acto
disipado, los nombres esparcidos
(lagunas, zonas nulas, hoyos
que escarba terca la memoria),
la dispersión de los encuentros,
el yo, su guiño abstracto, compartido
siempre por otro (el mismo) yo, las iras,
el deseo y sus máscaras, la víbora
enterrada, las lentas erosiones,
la espera, el miedo, el acto
y su reverso: en mí se obstinan,
piden comer el pan, la fruta, el cuerpo,
beber el agua que les fue negada.
 
Pero no hay agua ya, todo está seco,
no sabe el pan, la fruta amarga,
amor domesticado, masticado,
en jaulas de barrotes invisibles
mono onanista y perra amaestrada,
lo que devoras te devora,
tu víctima también es tu verdugo.
Montón de días muertos, arrugados
periódicos, y noches descorchadas
y en el amanecer de párpados hinchados
el gesto con que deshacemos
el nudo corredizo, la corbata,
y ya apagan las luces en la calle
-saluda al sol, araña, no seas rencorosa-
y más muertos que vivos entramos en la cama.
 
Es un desierto circular el mundo,
el cielo está cerrado y el infierno vacío.
 


 
 

El pájaro

 
 
En el silencio transparente
el día reposaba:
la transparencia del espacio
era la transparencia del silencio.
La inmóvil luz del cielo sosegaba
el crecimiento de las yerbas.
Los bichos de la tierra, entre las piedras;
bajo la luz idéntica, eran piedras.
El tiempo en el minuto se saciaba.
En la quietud absorta
se consumaba el mediodía.
 
Y un pájaro cantó, delgada flecha.
Pecho de plata herido vibró el cielo,
se movieron las hojas,
las yerbas despertaron...
Y sentí que la muerte era una flecha
que no se sabe quién dispara
y en un abrir los ojos nos morimos.
 


 
 

Entre irse y quedarse

 
 
Entre irse y quedarse duda el día,
enamorado de su transparencia.
 
La tarde circular es ya bahía:
en su quieto vaivén se mece el mundo.
 
Todo es visible y todo es elusivo,
todo está cerca y todo es intocable.
 
Los papeles, el libro, el vaso, el lápiz
reposan a la sombra de sus nombres.
 
Latir del tiempo que en mi sien repite
la misma terca sílaba de sangre.
 
La luz hace del muro indiferente
un espectral teatro de reflejos.
 
En el centro de un ojo me descubro;
no me mira, me miro en su mirada.
 
Se disipa el instante. Sin moverme,
yo me quedo y me voy: soy una pausa.


 
 

Epitafio para un poeta

 
 
Quiso cantar, cantar
para olvidar
su vida verdadera de mentiras
y recordar
su mentirosa vida de verdades.
 


 
 

Escrito con tinta verde

 
 
La tinta verde crea jardines, selvas, prados,
follajes donde cantan las letras,
palabras que son árboles,
frases que son verdes constelaciones.
 
Deja que mis palabras, oh blanca, desciendan y te cubran
como una lluvia de hojas a un campo de nieve,
como la yedra a la estatua,
como la tinta a esta página.
 
Brazos, cintura, cuello, senos,
la frente pura como el mar,
la nuca de bosque en otoño,
los dientes que muerden una brizna de yerba.
 
Tu cuerpo se constela de signos verdes
como el cuerpo del árbol de renuevos.
No te importe tanta pequeña cicatriz luminosa:
mira al cielo y su verde tatuaje de estrellas.
 


 
 

Frente al mar

 
 
            1
 
Llueve en el mar:
al mar lo que es del mar
y que se seque la heredad.
 
            2
 
¿La ola no tiene forma?
En un instante se esculpe
y en otro se desmorona
en la que emerge, redonda.
Su movimiento es su forma.
 
            3
 
Las olas se retiran
-ancas, espaldas, nucas-
pero vuelven las olas
-pechos, bocas, espumas-.
 
            4
 
Muere de sed el mar.
Se retuerce, sin nadie,
en su lecho de rocas.
Muere de sed de aire.
 


 
 

Garabato

 
 
Con un trozo de carbón.
Con mi gis roto y mi lápiz rojo
dibujar tu nombre
el nombre de tu boca,
el signo de tus piernas
en la pared de nadie.
En la puerta prohibida
grabar el nombre de tu cuerpo.
Hasta que la hoja de mi navaja
sangre
y la piedra grite
y el muro respire como un pecho.
 


 
 

Hermandad

 
 
                  Homenaje a Claudio Ptolomeo 
 
Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
 


 
 

La poesía

 
 
                  A Luis Cernuda
 
¿Por qué tocas mi pecho nuevamente?
Llegas, silenciosa, secreta, armada,
tal los guerreros a una ciudad dormida;
quemas mi lengua con tus labios, pulpo,
y despiertas los furores, los goces,
y esta angustia sin fin
que enciende lo que toca
y engendra en cada cosa
una avidez sombría.
 
El mundo cede y se desploma
como metal al fuego.
Entre mis ruinas me levanto,
solo, desnudo, despojado,
sobre la roca inmensa del silencio,
como un solitario combatiente
contra invisibles huestes.
 
Verdad abrasadora,
¿a qué me empujas?
No quiero tu verdad,
tu insensata pregunta.
¿A qué esta lucha estéril?
No es el hombre criatura capaz de contenerte,
avidez que sólo en la sed se sacia,
llama que todos los labios consume,
espíritu que no vive en ninguna forma
mas hace arder todas las formas
con un secreto fuego indestructible.
 
Pero insistes, lágrima escarnecida,
y alzas en mí tu imperio desolado.
 
Subes desde lo más hondo de mí,
desde el centro innombrable de mi ser,
ejército, marea.
Creces, tu sed me ahoga,
expulsando, tiránica,
aquello que no cede
a tu espada frenética.
Ya sólo tú me habitas,
tú, sin nombre, furiosa sustancia,
avidez subterránea, delirante.
 
Golpean mi pecho tus fantasmas,
despiertas a mi tacto,
hielas mi frente
y haces proféticos mis ojos.
 
Percibo el mundo y te toco,
sustancia intocable,
unidad de mi alma y de mi cuerpo,
y contemplo el combate que combato
y mis bodas de tierra.
 
Nublan mis ojos imágenes opuestas,
y a las mismas imágenes
otras, más profundas, las niegan,
ardiente balbuceo,
aguas que anega un agua más oculta y densa.
En su húmeda tiniebla vida y muerte,
quietud y movimiento, son lo mismo.
 
Insiste, vencedora,
porque tan sólo existo porque existes,
y mi boca y mi lengua se formaron
para decir tan sólo tu existencia
y tus secretas sílabas, palabra
impalpable y despótica,
sustancia de mi alma.
 
Eres tan sólo un sueño,
pero en ti sueña el mundo
y su mudez habla con tus palabras.
Rozo al tocar tu pecho
la eléctrica frontera de la vida,
la tiniebla de sangre
donde pacta la boca cruel y enamorada,
ávida aún de destruir lo que ama
y revivir lo que destruye,
con el mundo, impasible
y siempre idéntico a sí mismo,
porque no se detiene en ninguna forma
ni se demora sobre lo que engendra.
 
Llévame, solitaria,
llévame entre los sueños,
llévame, madre mía,
despiértame del todo,
hazme soñar tu sueño,
unta mis ojos con aceite,
para que al conocerte me conozca.
 


 
 

La rama

 
 
Canta en la punta del pino
un pájaro detenido,
trémulo, sobre su trino.
 
Se yergue, flecha, en la rama,
se desvanece entre alas
y en música se derrama.
 
El pájaro es una astilla
que canta y se quema viva
en una nota amarilla.
 
Alzo los ojos: no hay nada.
Silencio sobre la rama,
sobre la rama quebrada.
 


 
 

La vida sencilla

 
 
Llamar al pan y que aparezca
sobre el mantel el pan de cada día;
darle al sudor lo suyo y darle al sueño
y al breve paraíso y al infierno
y al cuerpo y al minuto lo que piden;
reír como el mar ríe, el viento ríe,
sin que la risa suene a vidrios rotos;
beber y en la embriaguez asir la vida,
bailar el baile sin perder el paso,
tocar la mano de un desconocido
en un día de piedra y agonía
y que esa mano tenga la firmeza
que no tuvo la mano del amigo;
probar la soledad sin que el vinagre
haga torcer mi boca, ni repita
mis muecas el espejo, ni el silencio
se erice con los dientes que rechinan:
estas cuatro paredes -papel, yeso,
alfombra rala y foco amarillento-
no son aún el prometido infierno;
que no me duela más aquel deseo,
helado por el miedo, llaga fría,
quemadura de labios no besados:
el agua clara nunca se detiene
y hay frutas que se caen de maduras;
saber partir el pan y repartirlo,
el pan de una verdad común a todos,
verdad de pan que a todos nos sustenta,
por cuya levadura soy un hombre,
un semejante entre mis semejantes;
pelear por la vida de los vivos,
dar la vida a los vivos, a la vida,
y enterrar a los muertos y olvidarlos
como la tierra los olvida: en frutos...
Y que a la hora de mi muerte logre
morir como los hombres y me alcance
el perdón y la vida perdurable
del polvo, de los frutos y del polvo.
 


 
 

Monólogo

 
 
Bajo las rotas columnas,
entre la nada y el sueño,
cruzan mis horas insomnes
las sílabas de tu nombre.
 
Tu largo pelo rojizo,
relámpago del verano,
vibra con dulce violencia
en la espalda de la noche.
 
Corriente oscura del sueño
que mana entre ruinas
y te construye de nada:
amargas trenzas, olvido,
húmeda costa nocturna
donde se tiende y golpea
un mar sonámbulo, ciego.
 


 
 

Niña

 
 
                  A Laura Elena
 
Nombras el árbol, niña.
Y el árbol crece, lento y pleno,
anegando los aires,
verde deslumbramiento,
hasta volvernos verde la mirada.
 
Nombras el cielo, niña.
Y el cielo azul, la nube blanca,
la luz de la mañana,
se meten en el pecho
hasta volverlo cielo y transparencia.
 
Nombras el agua, niña.
Y el agua brota, no sé dónde,
baña la tierra negra,
reverdece la flor, brilla en las hojas
y en húmedos vapores nos convierte.
 
No dices nada, niña.
Y nace del silencio
la vida en una ola
de música amarilla;
su dorada marea
nos alza a plenitudes,
nos vuelve a ser nosotros, extraviados.
 
¡Niña que me levanta y resucita!
¡Ola sin fin, sin límites, eterna!.
 


 
 

Palpar

 
 
Mis manos
abren las cortinas de tu ser
te visten con otra desnudez
descubren los cuerpos de tu cuerpo
Mis manos
inventan otro cuerpo a tu cuerpo.
 

 

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